El 1 de junio el régimen autoritario que rige El Salvador cumplirá tres años de haber accedido al Ejecutivo. Ciertamente, lo hizo con los votos favorables de la mayoría de mujeres y hombres que ese día decidieron salir a votar y, aunque al fin de cuentas el porcentaje de favoritismo en el total de la población no superó el 27%, ese elemento no le quitaba legitimidad para asumir el gobierno. En todo caso se hubiese esperado que el “primer presidente milenial”, como gustaban promoverlo, buscara atraer las simpatías del más del 70% restante.
A pesar de lo dicho, encontramos una presidencia que se jactaba, curiosamente, de contar con enorme respaldo popular, y hasta inventó que su fuerza constituía el 97% de la población y, por si fuera poco, decía contar con el poder divino de su lado, como para asegurarse que ninguna pobre figura terrenal pudiera cuestionar al héroe mitológico que su aparato de propaganda y manipulación había creado en pocos años.
Los primeros y autoritarios pasos dados desde el Ejecutivo anunciaban con claridad lo que vendría, y su discurso de toma de posesión pareció, en realidad, una asunción de mando, al estilo que gustan los militares y dictadores, con “juramentación del pueblo” incluida y referencias a Dios y su poder materializado en el líder, que ahora era pueblo y dios personificado en un presidente.
Un personaje que, al finalizar su discurso lleno del mismo odio que había derrochado en campaña, y de enumerar fantasiosas promesas irrealizables, de convertir a El Salvador en poco menos que un paraíso en la tierra, dijo por fin una verdad, concreta e incuestionable, prometió al pueblo altas dosis de medicina amarga, antes de que pudiéramos ganarnos aquel paraíso prometido. Fue lo único que ha cumplido en tres años en el poder.
En efecto, a lo largo de estos tres años el populismo autoritario que rige los destinos de El Salvador ha profundizado su carácter dictatorial de signos neofascistas, asumiendo desde el primer momento de su gestión, inconfundibles rasgos bonapartistas.
El resultado parcial para el pueblo salvadoreño es hoy una economía en caída libre, una inflación descontrolada que golpea a toda la sociedad con alzas incesantes de precios, pero que se ensaña con los más débiles y necesitados de la sociedad. El endeudamiento abrumador del Estado registrado en estos tres años, no solo deja al país comprometido por generaciones condenadas a pagar esos compromisos financieros, sino que ni siquiera esos fondos se reflejan en obras tangibles de ningún tipo.
El Salvador es, al día de hoy, el peor calificado de Centroamérica respecto a su deuda soberana. Sencillamente, en el mundo las entidades financieras y los acreedores no creen que el país puede honrar sus deudas. Calificadoras como Moody’s rebajaron la categoría nacional a Caa3, equivalente a bonos basura, casi sin probabilidad de pago. El Salvador comparte esta categoría con Ecuador y Belice, y está por debajo de países como Ghana, Gabón, Irak o Laos. El asalto a las arcas públicas parece haber sido el objetivo último del clan gobernante y la fracción emergente de la burguesía que estos representan, y que pretende afianzarse como fuerza hegemónica entre las clases dominantes.
La adopción del Bitcoin como moneda de curso legal, las infructuosas negociaciones con el FMI y eventualmente el desplome de la criptomoneda, que en El Salvador no ha pasado de una gigantesca y costosísima maniobra mediática a costa del erario público, contribuyeron a la actual debacle de la economía nacional.
No se registran políticas públicas de impulso al agro, a las inversiones productivas, a la pequeña y mediana empresa. No se crearon condiciones para la generación de empleos, y se constata un severo retroceso en las políticas públicas de carácter social. En este aspecto no resulta de menor importancia el asalto a los fondos para las alcaldías (FODES) que dejó a los gobiernos locales a expensas de las decisiones políticas del presidente y su argolla de poder, que administra los fondos, tal como lo hacía la mafía, pagando lealtades y castigando a los desafectos.
Para lograr sus enriquecimientos ilícitos desmontaron el Estado de Derecho en sus rasgos fundamentales, controlaron todos los niveles de poder estatal, militarizaron la vida de la sociedad salvadoreña a niveles solo vistos durante el conflicto armado, con la fuerza armada asumiendo todo tipo de tareas y, para asegurar impunidad futura, impusieron normas draconianas al acceso a la información de carácter público, eliminando virtualmente los canales de supervisión ciudadana construidos a lo largo de décadas de luchas democráticas.
La persecución a la prensa independiente y a las fuerzas de oposición, con énfasis en el FMLN, al cual se propusieron desaparecer, completaron el “círculo virtuoso” con el que pretendieron asegurar una larga permanencia al mando de la nación, a través de reformas constitucionales que aspiran imponer de manera ilegal e ilegítima.
La pandemia vino a producir dos efectos convergentes en la situación salvadoreña: favoreció las condiciones para la imposición de una política aún más autoritaria, militarizando el país en nombre de que “la salud es primero” y, en segundo lugar, permitió avanzar en el desarrollo de métodos de corrupción y nepotismo abiertos e incuestionados por una población a la que previamente se le inoculó el germen del miedo a la enfermedad, se le impuso el enclaustramiento y la dependencia del asistencialismo, a través de paquetes solidarios de comida, eventuales bonos en efectivo sin control fiscal, y otro tipo de recursos, monetarios o en especies.
La pandemia fue también el marco ideal -e inesperado- para incrementar de manera descomunal el endeudamiento. Por ejemplo, en 2020 el país salió a emitir deuda por $1,000 millones a los mercados internacionales en lo que es hasta hoy la deuda más cara de la historia, con una tasa de interés de 9.5 % a 32 años.
Los tempranos signos del agotamiento
A medida que la economía familiar se deterioraba, el desempleo aumentaba y la migración forzada crecía como única alternativa, particularmente entre segmentos jóvenes de la población, el régimen buscó siempre distractores mediáticos que sirvieran para desviar la atención de la ciudadanía pero sobre todo para poder proclamar que mantenía altos índices de popularidad y aprobación, asentados en la figura presidencial.
Entre las narrativas más recurrentes destacaban culpabilizar a los gobiernos anteriores de todos los males del país, negando junto a ello toda legitimidad a la historia de luchas del pueblo salvadoreño, en particular atacando al FMLN y rechazando los acuerdos de paz, a los cuales pretendieron borrar de un plumazo por decreto legislativo, al eliminar el día de su celebración, el 16 de enero de cada año. Esta narrativa sirvió también para lanzar sus campañas de persecución, odio e intimidación contra sectores de oposición y organismos de lucha y organización popular.
Es de destacar que todos estos desmanes fueron también posibles gracias al previo desmantelamiento virtual de la oposición de derecha e izquierda, diezmada a partir de las sucesivas derrotas políticas y político-electorales de 2019 y 2021. La incapacidad de esa oposición para superar divisiones e inmovilidad y construir un frente que resistiera el asalto al estado de derecho, facilitó sin duda el avance autoritario.
Como método propio del régimen, es de destacar que cada ataque oficial viene acompañado, sin excepciones, de un linchamiento mediático y agresiones de todo tipo desde las redes sociales al servicio del régimen; esto resulta particularmente destacado en el caso de mujeres, en especial periodistas, activistas y sindicalistas.
El otro elemento en el que asentó por mucho tiempo su alegada popularidad tenía que ver con los supuestos éxitos del plan de seguridad llamado Control Territorial. A él se adjudicaba el aparato del Estado la reducción aparente de homicidios a manos de pandillas criminales. Pero una intensa ola de desaparición de personas, revelaciones periodísticas que demostraban la existencia de negociaciones entre el gobierno y las pandillas, y una nueva oleada de asesinatos indiscriminados en apenas 72 horas, demostraron la falsedad de aquellos éxitos, poniendo en duda hasta la existencia del plan de seguridad del gobierno.
Nuevamente el régimen recurrió al autoritarismo, la militarización, la violencia indiscriminada ejercida desde el Estado como venganza contra comunidades pobres y zonas marginales, donde suelen también cohabitar las pandillas. Decretando un ilegal régimen de excepción de 30 días, renovado ya una vez y con posibilidades de mantenerse, el gobierno utilizó esta herramienta como arma de control social de la población, carta blanca para policias, militares y funcionarios de prisiones, para hacer uso y abuso de autoridad y, en general, sembrar terror en determinados segmentos de la población.
Ya suman centenares de denuncias por excesos, muertes, torturas y capturas injustas de personas inocentes a manos del personal de un estado militarizado y al margen de cualquier ley que no sea la voluntad del presidente, que desde sus cuentas de redes sociales promueve, aplaude y se burla de personas cuyas fotos demuestran claramente signos de torturas.
Con ese método de brutalidad ilimitada ha conseguido, sin embargo, mantener cierto respaldo de sectores de la población, frustrados ante la criminalidad de los pandilleros que parecían gozar de impunidad absoluta. Pero, como bien indican diversos analistas, ese apoyo puede resultar extremadamente volátil. Mucho más ante los cada vez mayores casos de personas detenidas sin razón alguna, muchas de ellas seguidoras entusiastas del presidente, cuyos derechos son violados de múltiples formas sin que exista en el país método legal alguno para detener semejantes abusos.
Por otro lado, las capturas masivas, que ya rondan las 28mil personas, chocan con el hecho de que no se ha extraditado a pandilleros solicitados por crímenes en otros países, y en algunos casos, estos han sido puestos en libertad. Esto se suma a las insistentes versiones que hablan de que “todos los hombres del presidente” solo están apuntando en un sentido, en una dirección, afectando a solo uno de los grupos criminales organizados en pandillas, lo que refuerza los argumentos acerca de las negociaciones diferenciadas del GOES con cada grupo criminal para garantizar niveles de gobernabilidad. Tiene así también lógica la ocurrencia legal de la ley mordaza impuesta a periodistas y a toda persona que escriba o se haga eco de mensajes relativos a / o de pandilleros.
Dos derrotas en una semana
La marcha del 1 de mayo fue un ejemplo del uso del estado de excepción como arma de control social para pretender evitar la movilización popular. Las amenazas y gritos en conferencia de prensa, del ministro de trabajo Castro, no expresaron más que la frustración del régimen ante la realidad de que las cosas en el país están cambiando.
No solamente la gente desafió y marchó, sino que lo hizo con colorido de sus sindicatos y también del partido que el régimen se empeñó en hacer desaparecer. El FMLN, con sus columnas y banderas marchó en un conjunto abigarrado y nutrido, pero también en otras columnas, no partidarias sino de organizaciones sindicales y de otro tipo lucieron, aquí y allá, banderas rojas y blancas con las siglas del partido de la izquierda salvadoreña.
La movilización, el desafío, la combatividad de las consignas en la diversas columnas y la presencia con músculo del FMLN en el lugar que le corresponde, en la parte posterior de la marcha que ese día, con todo derecho, le corresponde encabezar a la clase trabajadora constituyó de conjunto la representación de una derrota política para el régimen.
Posiblemente, por ahora, lo anterior no resulta tan preocupante para el régimen como la constatación del hecho objetivo de que su tiempo empieza una cuenta regresiva, en la que acechan diversos fantasmas que aterrorizan al régimen. Su tiempo se cumple y no logra aún mostrar obras tangibles, de aquellas faraónicas prometidas al inicio del mandato. Las obras, como parte del plan de propaganda, resultan necesarias para el clan de gobierno, con vista a asegurar su continuidad. Es imperativo seguir en el gobierno para garantizar la extensión temporal de la impunidad ante las atrocidades cometidas y cumplir su propósito de afianzar hegemónicamente al sector emergente burgués que lidera. Para todo eso el régimen necesita más tiempo.
Haber constatado que las amenazas empiezan a tener menos efectos sociales, que la propaganda en redes y medios surte menos efecto, que los números de aceptación se circunscriben cada vez más a la reacción frente a acciones “espectaculares”, como el despliegue militar llamado “guerra conrtra pandillas”, es motivo de preocupación. Se van quedando sin conejos en la chistera.
Otro signo de la temprana decadencia de un régimen que, como todo proyecto mesiánico, aspiraba a perdurar en la historia, o al menos al frente del gobierno, es su creciente aislamiento internacional y su pésimo manejo de las relaciones internacionales.
Paradógicamente, la visita esta semana recién pasada, del presidente de México a El Salvador, viene a subrayar esa soledad. El presidente López Obrador con su discurso magistral en presencia de su homólogo y del gabinete de gobierno, en cámara, en directo, sin necesidad de mayores aditamentos desmontó, liquidó, pulverizó la lógica autoritaria del régimen y sus políticas. Así, mientras la narrativa del mandatario salvadoreño a lo largo de más de un año, dedicó importantes esfuerzos para deslegitimar, invalidar y negar la esencia misma de los Acuerdos de Paz, su par mexicano los exaltó hasta destacarlos como un orgullo para su país.
La fuerza política que con su lucha heroica transformó la vida de El Salvador, provocando un salto del oscurantismo dictatorial a la dinámica de la realidad política de la participación ciudadana en los asuntos del país, el FMLN, fue reconocido en toda su trayectoria por AMLO, ante el evidente disgusto de quien parece haberse empeñado en intentar en vano deslegitimarlo.
Pero más allá de los elementos históricos, el visitante dio un ejemplo de todo lo que su homólogo salvadoreño no hace jamás: rindió cuentas de programas financiados por México en El Salvador, y lo hizo en detalle. También advirtió sobre el peligro del autoritarismo. Fue, en todo sentido una crítica mordaz y diplomática a todo lo que el mandatario salvadoreño representa, por más “amigo” que lo haya llamado.
El dicurso de AMLO, con sus críticas, representa bastante claramente la visión de más de un país de América Latina, que ve en el salvadoreño un peligroso precedente autoritario. Demás esta señalar las ya conocidas contradicciones con EEUU que, sin ser de fondo, profundiza la posibilidad de la crisis económica en El Salvador, en virtud del control estadounidense sobre los organismos multilaterales y los mercados financieros. Peor aún, resulta bastante evidente la fragmentación de un frente que resultó estratégico para que los celestes llegasen al poder, la diáspora en EEUU hoy está lejos de representar esa fuerza unida detrás de un proyecto y una promesa, porque los desencantos aparecieron mucho antes de lo esperado.
Asi las cosas, la popularidad del líder, que el régimen quiere mostrar como razón y justificación de cualquier política, por más irracional que esta resulte, empieza ya, en apenas tres años, a desgastarse, a rebajarse; los sectores que ya no vieron resultados están perdiendo la paciencia y, más allá de aquellos fanatizados que solo miran las redes sociales afines al presidente, es difícil encontrar ya sectores acríticos respeto a la gestión, en especial porque en tres años las condiciones materiales de vida del pueblo, lejos de mejorar, retrocedieron al menos 20 años. No sorprende pues, los tempranos signos de decadencia de un régimen que, quizás al estilo de los imperios europeos, se proyectaba para varios decenios.
Si el país cae en default, si las tasas de interés crecen al ritmo que la Reserva Federal ha anunciado, si el hambre sigue golpeando con fuerza a las puertas de la familia salvadoreña, y la única respuesta del régimen sigue siendo la represión y la propaganda, es indudable que agitaciones y convulsiones afectarán el tejido social de El Salvador en el corto y mediano plazo. Las fuerzas sociales y políticas de izquierda y revolucionaria tienen el deber de leer adecuadamente la situación y estar preparadas para ello.