Al concluir la primera semana de 2021, el mundo observó con cierta incredulidad y no tanta sorpresa, las imágenes de lo que acontecía en lo que podemos denominar la capital del imperio.
Los hechos desatados el 6 de enero en Washington DC, parecen el producto de aquello que se había venido promoviendo desde las más altas esferas del gobierno en EEUU, fomentando diversas formas de violencia, impunidad en la forma de gobernar a base de mentiras, promoción del odio y el racismo, y la manipulación de masas a través de redes sociales digitales y otros medios de comunicación, todo ello adoptado como sello distintivo de la administración Trump.
Si el caso fuese único, sería una excepción a la regla, pero tan solo en América Latina encontramos al menos dos regímenes similares, en El Salvador y Brasil, que desmonta cualquier idea de excepcionalidad.
La invasión al Capitolio por un grupo de fanáticos neofascistas y supremacistas blancos, seguidores de Donald Trump, haciendo uso de toda clase de parafernalia bélica, buscaba impedir las sesiones que declararían oficialmente a Joe Biden como triunfador de las elecciones de noviembre, y próximo presidente de los Estados Unidos.
Los hechos de Washington evocan lo sucedido en El Salvador el 9 de febrero de 2020, cuando el presidente Nayib Bukele, escoltado por militares y policías, se tomó la Asamblea Legislativa (Congreso) luego de haber acarreado unos dos mil empleados públicos a las puertas del palacio legislativo, pretendiendo obtener así una “legitimidad popular” que justificara su ruptura del orden constitucional.
Trump declaraba a través de sus redes sociales que le habían robado las elecciones y por eso convocaba a “su gente” al Capitolio a impedir que se reconociese el triunfo de Biden. Bukele, declaraba a través de las redes sociales que desde el legislativo no le aprobaban fondos para implementar su plan de seguridad territorial, y por ello convocó a la concentración que terminó con su entrada ilegal al parlamento.
Intentamos delinear muy someramente y a primera vista el paralelismo entre estos dos personajes, Trump y Bukele, dúo al que debemos también agregar al presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, como prototipo de un determinado desarrollo político y, sobre todo, una actitud frente a la política, las instituciones y las leyes.
Apenas sucedidos los hechos en EEUU, un artículo editorial de la Universidad Católica José Simeón Cañas (UCA, de El Salvador) trazaba un paralelismo categórico: “Dado que las coincidencias son tantas es difícil evitar las comparaciones entre el presidente salvadoreño y Donald Trump. Ambos utilizan Twitter para gobernar, fomentan el discurso de odio y han convertido la mentira en política pública. Ambos son expertos en la manipulación mediática y han desdeñado la Constitución y leyes de su país. Ambos creen que son los mejores mandatarios de la historia y se regodean en su megalomanía.”[1]
Jair Bolsonaro, tercer elemento de esta triada, es otro claro exponente de ese tipo de gobernantes. Personajes teñidos de autoritarismo, populismo, espíritu confrontativo, irrespeto al propio orden burgués que permitió su ascenso, manipulación descarada y discursos dicotómicos de odio (nosotros/ellos, amigos/enemigos, vida/muerte).
Resultará útil tratar de entender por qué ese cinismo vacío de contenido, exclusivamente basado en publicidad y apariencias inconsistentes es, sin embargo, aceptado masivamente, y sus narrativas adoptadas sin cuestionamiento por masas dispuestas a permitir que sus gobernantes puedan violar todo tipo de leyes, y seguir a estos “líderes” sin rechistar.
Cuando hablamos de masas no exageramos. Fueron 74 millones de personas que votaron por Donald Trump. Tal vez las aproximadamente 32mil personas que asaltaron el Capitolio constituyan una cifra ínfima en términos porcentuales de población, pero son una advertencia de lo que puede estar dispuesto a hacer este grupo de fanáticos poderosamente armados y con reductos y fortalezas en una cantidad considerable de estados de la Unión.
De acuerdo a sondeos realizados la semana de los dramáticos hechos en Washington, el 45% de los republicanos aprobaba el ataque al Capitolio y sólo el 27% lo considera un ataque a la democracia. En general, los republicanos tienden más a ver a sus protagonistas como patriotas. En octubre de 2020, el 54% de votantes republicanos se consideraba más partidario de Trump que del Partido Republicano; sólo el 38% dijo que era más partidario del partido que de Trump[2].
Tampoco es aconsejable desestimar los pocos miles de personas (sobre todo empleados públicos amenazados con la pérdida de sus puestos) que acarreó Bukele para tomarse el parlamento, en tanto los utilizó como mera amenaza. Por otro lado, recurrió a un violación aún mayor de las leyes y la Constitución, instrumentalizando a la policía y a la fuerza armada. Dato este último de extrema gravedad si se da en un país como El Salvador, que conoció los estragos de un conflicto armado interno y el uso de las fuerzas de seguridad como principal arma de agresión militar contra el pueblo.
Aún en esas circunstancias, sosteniendo un abierto enfrentamiento con el resto de poderes del Estado y con medios de comunicación no afines, sindicatos y gremiales empresariales, luego del golpe contra el parlamento, la popularidad de Bukele continuó rondando el 70- 80%, dependiendo de la casa encuestadora. A casi un año de aquellos hechos, las cifras han caído al 60% de popularidad, lo cual, evidentemente sigue siendo elevado.
De igual modo, en el caso de Bolsonaro, luego de una abrupta caída en popularidad al cumplir su primer año de gobierno, pasa a disfrutar en torno al 39% de aprobación en septiembre de 2020. Curiosamente aquel fanático neoliberal empezó a crecer en preferencias del público gracias a la explotación de programas asistencialistas utilizados por el PT durante los gobiernos de Lula. Y fue precisamente entre los sectores de menores ingresos, anteriormente feudos del Lulismo, donde comenzó a afianzarse Bolsonaro, en desmedro de la clase media que lo había llevado al gobierno montado en la operación Lava Jato.
De modo que la popularidad de estos tres personajes conforma otro punto en común entre ellos, y una necesaria materia de reflexión para la izquierda política y social que intente ofrecer resistencias adecuadas a estas manifestaciones profundamente reaccionarias y retrógradas.
Militarismo y militarización de la sociedad
En el caso de Bolsonaro, tiene en común con Bukele el creciente uso de la fuerza armada en tareas tradicionalmente asociadas a los sectores civiles.
En Brasil, la militarización se expresa en más de 2,500 oficiales de las fuerzas armadas distribuidos en puestos de gestión y asesoramiento estatal, mas allá de los ocho oficiales que ocupan cargos ministeriales en el gabinete, descontando el hecho de que tanto el presidente como su vice también provienen de las filas castrenses.
Según CELAG, al finalizar 2019, “Sólo en la Secretaría de Seguridad Institucional hay 1.061 militares, y en la Vicepresidencia, de los 3 que había en alto escalón, se pasó a 65. Uno de los ministerios que casi dobló en número la participación de las Fuerzas Armadas en niveles de decisión es el de Justicia (de 16 a 28 […]. Es un ministerio clave por muchas razones, pero también por el hecho de ser el encargado de la Seguridad Pública, ámbito en el cual ya desde el interinato de Michel Temer la presencia de los militares viene ganando espacio.” [3]
Un peligroso ámbito de ingerencia militar en Brasil es el de la educación, a través del Programa Nacional de Escuelas Cívico-Militares, del ministerio de Educación. En conjunto el objetivo de militarizar la sociedad brasileña parece claro, con el mismo Bolsonaro promoviendo el concepto de “Escola sem partido”, como método para “desideologizar militarizando”. Si a esto se suma la promoción del uso de armas por los civiles, y el fomento de las milicias (con un alto componente de policías y militares retirados) como apoyo a las Fuerza Armadas, el rumbo a la militarización resulta evidente.
En el caso de El Salvador, en apenas 18 meses la presencia de la fuerza armada pasó a ser omnipresente, en particular al calor de la pandemia de COVID-19, excusa perfecta utilizada por el gobierno para el despliegue masivo de fuerzas de seguridad en tareas de control de población, imposición de cercos sanitarios de corte militar y punitivo, hasta su despliegue territorial en la distribucion masiva de paquetes alimenticios a la población, con fines abiertamente proselitistas y electorales.
Es de recordar que el 28 de febrero próximo este país centroamericano tendrá elecciones de medio término para elegir diputados a la Asamblea Legislativa, alcaldes municipales y diputados al Parlamento Centroamericano.
Ante las críticas desplegadas desde los sectores civiles en El Salvador, tanto del ámbito político como de las organizaciones sociales y populares, el gobierno recurrió a masivas campañas publicitarias exaltando el papel de los militares como héroes en tareas de apoyo a la población.
Fue una respuesta publicitaria masiva para neutralizar ante la opinión pública las acciones de una Comisión Legislativa investigadora de los hechos ocurridos durante la toma militar y policial del congreso que llevó adelante Bukele en febrero del año pasado, uno de cuyos maximos responsables resultaba ser el ministro de la Defensa, un vicealmirante.
Este 16 de enero se cumplieron 29 años de la firma de los Acuerdos de Paz, que entre sus aspectos salientes establecieron la drástica reducción de las funciones de la Fuerza Armada, limitándolas a la defensa de la soberanía nacional y la integridad territorial. Se quitaron entonces a los militares atribuciones constitucionales que tuvieron durante la dictadura, como declararse garantes de la misma Constitución, con responsabilidades en la seguridad pública y otras.
Desde la llegada de Bukele al gobierno, la Fuerza Armada ha ido ganando mayores atribuciones, y no resulta en ese sentido casual que el presidente no solo pretenda desde sus discursos oficiales elevar la imagen y popularidad de esa fuerza, sino que se empeñe en negar la validez de los mismísimos acuerdos de paz, a los que tildó de “farsa,” término con el que también calificó el conflicto armado, que dejó unos 75 mil muertos y decenas de miles de desaparecidos y exiliados.
Negar la historia, renegar de la memoria cuando no favorece a sus intereses, es otro de los elementos que parecen tener en común estos tres personajes. El presidente salvadoreño parece hoy tan interesado en revertir aquellos acuerdos de paz que el mismo 16 de enero emitió un Decreto Ejecutivo, declarando que ya ese dia no sería, como lo fue declarado en 1992 por la Asamblea Legislativa, “Día de la Paz” en El Salvador y, por el contrario, pasaría a denominarse “Día de la Víctimas del Conflicto Armado”. Una provocación más al conjunto de la oposición. La maniobra recibió un fuerte rechazo popular expresado en decenas de miles de veteranos y otros sectores movilizados en defensa de aquellos acuerdos históricos.
El mesianismo, terquedad, ingorancia y cobardía de Bukele solo es comparable a la de sus otros dos compañeros de viaje en este insólito camino por el populismo neofascista.
En el caso de Trump el impulso y estímulo a la conformación de grupos de milicias y paramilitares resulta evidente al estudiar la expansión de este tipo de grupos. Mientras hasta hace cuatro años resultaban relativamente marginales y sus actividades se reducían a expresiones en sus estados de origen, hoy la actividad de la extrema derecha es a nivel nacional: los ataques de la extrema derecha en los últimos seis años han ocurrido a lo largo de los 42 Estados, Washington, D. C. y Puerto Rico[4].
Para finalizar, recordamos una reflexión del profesor de gobernabilidad de la Universidad de Harvard, Steven Levitsky, coautor del libro de 2018 How Democracies Die («Cómo mueren las democracias»), en el que expuso «las señales alarmantes que ponen en riesgo la democracia liberal de Estados Unidos«. Al ser entrevistado por BBC News acerca de los acontecimientos que tenían lugar en el Capitolio, Levistky afirmó: “Estos son eventos aterradores y dañinos como lo son en Latinoamérica. La gran diferencia entre este autogolpe y los autogolpes en Latinoamérica es que Trump fue completamente incapaz de conseguir el apoyo de los militares. Un presidente que intenta quedarse en el poder ilegalmente sin el respaldo de los militares tiene muy pocas chances de tener éxito”.[5] (negritas nuestras)
¿Tres destinos en común?
Después de haber recurrido a todas las trampas y maniobras sucias posibles Trump sale de la Casa Blanca formalmente derrotado, con la Espada de Damocles del juicio político que podría arruinar cualquier intento de retorno a la política tal como hoy se conoce. Sin embargo, más allá de esa derrota, deja un partido Republicano dividido (como ya lo estaba, en todo caso, el Partido Demócrata antes de las elecciones).
Trump deja el gobierno pero continúa con un millonario número de simpatizantes y fanáticos, que aún después de todo lo sucedido lo consideran su líder. La popularidad no logró blindarlo ni asegurarle el poder a pesar de haber hecho todo lo posible por debilitar al máximo la institucionalidad y la constitución de su país. Paradójicamente, hasta las empresas responsables de las redes sociales, que Trump utilizó como puertas traseras para asaltar el poder, minando la mente de los votantes, terminaron dándole un portazo en las narices. Una base sustancial de su poder se evaporó en el mismo momento que contaba con ella para conservarlo.
Resultará un espejo interesante para los otros dos líderes autoritarios y megalómanos, que además hicieron amplios votos de lealtad y sumisión a Trump y sus desquiciadas políticas. Hoy ambos se quedan sin aliados en Washington, un mal lugar para sufrir soledad política.
Ni Bukele ni Bolsonaro pierden aún grandes porcentajes de popularidad. Sus formas de gobernar son campañas electorales y publicitarias permanentes. Sin embargo, es indudable que han de mirar con amargura la imagen de quien los inspiraba.
Las caídas en desgracia no siempre avisan con anticipación y hasta los aliados más fiables pueden volverse en su contra. Como sostenía un hombre mayor, veterano del conflicto armado, este 16 de enero al manifestarse en San Salvador contra Bukele y en defensa de los Acuerdos de Paz, “si los dueños de las redes sociales le cerraron las cuentas a Trump, imagínese si no van a poder dejar en la calle a este aprendiz de dictador”.
Es evidente que son muchos más los elementos en común entre estos tres líderes autoritarios, pero queríamos señalar algunos de ellos a tener en cuenta, sobre todo desde la izquierda y desde los movimientos populares, para poder montar estrategias efectivas de disputa de amplios sectores sociales a los cuales, evidentemente, estos personajes aún convencen, a pesar que lo hagan con burdas mentiras que se hacen realidad en la mente de sus audiencias.-
[1] Antidemócratas cool
[2] CELAG, La toma del Capitolio y el Trumpismo
[3] Brasil, el primer año de gobierno de Bolsonaro
[4] https://www.csis.org/analysis/escalating-terrorism-problem-united-states