En memoria del Che*

“El Che fue marxista como es cada uno: como puede”.

Fernando Martínez Heredia

Acaban de cumplirse 54 años de la caída en combate y posterior ejecución del Guerrillero Heroico.  Como es habitual -mucho más habitual desde que el desarrollo de la tecnología permite que cualquiera escriba sobre lo que le de la gana-, surgieron innumerables escritos en su homenaje; se reeditaron y volvieron a publicarse en redes sociales algunos trabajos magistrales que lo recuerdan. Por supuesto que desde páginas de Cuba y de toda América Latina, en múltiples formas, se rindió el respetuoso recuerdo a su ejemplo; las palabras de Fidel y las del propio Che no pudieron estar ausentes.

Al ver toda esa parafernalia, que incluye fotos, posters, imágenes históricas retocadas con modernas técnicas de edición digital y colorimetría, resultaba difícil definir en una palabra la multiplicidad, amplitud y generosidad de la personalidad del Che, de su historia -de sus historias-, de sus profesiones y oficios, de su vida -de sus vidas-.

La palabra revolucionario viene al rescate para ayudarnos, pero también como emboscada para tentarnos a una descarada simpleza reduccionista que puede confabularse contra un esfuerzo genuino para comprender e interpretar al Che y sus enseñanzas sin congelarlo en su tiempo, sin convertirlo en figurita de adorno, como sucedió por tanto tiempo con muchos héroes y heroínas de los pueblos del mundo.

Porque el Che, como nos enseñara el maestro Fernando Martínez Heredia, fue hombre de acción, pero también de ideas y de pensamiento, fue hombre de estudios, fue padre de familia y fue, a su modo, un aventurero (“Muchos me definirán de aventurero y lo soy, mas de una forma diferente, de aquellos que arriesgan la piel para demostrar las propias verdades”, según sus palabras); fue médico pero también maestro, las dos profesiones más valoradas por los más humildes y olvidados de la tierra, muchos de ellos sin saber leer ni escribir y que ven el mundo de los de arriba, ajeno y lejano, inabordable. Para ellos y ellas, un médico es el hacedor de vida, el vencedor muchas veces de la muerte, mientras el maestro es el mago capaz de romper la oscuridad con la luz de la enseñanza. No es poca cosa resumir en una persona aquello que más pueden valorar quienes representan la razón de ser y de lucha de cualquier revolucionario, hombre o mujer, en el lugar del planeta que se encuentre.

Y por supuesto, el Che también fue marxista, como fue fotógrafo. No necesariamente en ese orden. El oficio de fotógrafo lo llevó a México, y de allí al encuentro con Raúl y con Fidel, y de allí a la historia. El marxismo del Che, en cambio, tiene que ver con su experiencia vital. Y en América Latina, podemos decir que así se hace y se ha hecho marxismo, aportaciones reales y concretas a la ciencia que estudia la lucha de clases, a la economía detrás y debajo de ella, y al avance de los pueblos por su emancipación de la explotación del trabajo y todas las injusticias que de allí se desprenden.

Según Martínez Heredia el Che trató de practicar formas de curar a la gente en general, y no sólo a los enfermos; y se metió a revolucionario. Su forma de ser revolucionario fue aprender de la gente, con la gente, y estudiar marxismo, entre otras cosas.

Desde muy joven estudió el marxismo y, como muchos hoy lo siguen haciendo, creyó que al estudiarlo ya era marxista. Podríamos decir que el marxismo llegó al Che como llega a muchos revolucionarios en el mundo, a través de gente que no es marxista ni conoce acerca de esa ciencia del pensamiento humano; es decir a través del pueblo y sus duras condiciones de vida.

El marxismo llegó al Che en Cuba como un golpe de realismo que ya habia empezado a ver a lo largo de su viaje iniciático por América Latina. Y se manifestó como una clara actitud contra el dogmatismo; esto no por tratarse de una elaborada posición teórica, sino porque la realidad que muchos marxistas y teóricos habían descripto y criticado acerca del sistema brutal de explotación capitalista, cobraba vida propia en los rostros de mujeres, niñas, ancianos, hombres explotados, enfermos, hambrientos, sin acceso a educación formal ni a servicio alguno de salud, viviendo en condiciones miserables. Todo ello parecía reafirmar las teorías leídas y estudiadas, pero esa realidad mostraba también contradicciones con la propia teoría, que no siempre se adapta a lo que uno pueda aprender en cursos, escuelas o bibliotecas.

El inevitable e imprescindible baño de realidad del cual ha de nutrirse un transformador social, que eso y no otra cosa resulta ser un revolucionario, y en especial uno marxista, lo vivió el Che en sus viajes, pero sobre todo en su experiencia cubana desde el primer día. Estudio y práctica; práctica y teoría. Y lo mismo en su experiencia africana, y en cada lugar del mundo adonde le tocó actuar.

Contra aquella visión dogmática imperante en muchos sentidos en los marxismos latinoamericanos de los años 50 y 60, esgrime su pluma el Che, el 26 de julio de 1967, en su libreta de notas, en la anotación del día: «26 de julio. Asalto al Moncada. Asalto contra las oligarquías y contra los dogmas revolucionarios». Fue exacto y sintético. Estaba demoliendo en una frase aquellas teorías de marxistas y no marxistas, que hablaban de la imposibilidad de una revolución en un isla como Cuba, mucho menos una revolución de carácter socialista, es decir anticapitalista, anticolonial y antiimperialista. Esa revolución estaba tomando cuerpo, aún bajo la forma de una derrota táctica, como germen de un proceso indetenible.

En América Latina, en aquellos años, y por muchos años más, se ha hablado entre muchos sectores de izquierda, en especial de la izquierda institucionalizada,  de la excepcionalidad histórica del caso cubano; en realidad se trataba de una forma vergonzante de eludir responsabilidades, de omitir visiones autocríticas. Bajo esa “teoría” se escudaban las izquierdas “moderadas, modernas y realistas” para no comprometerse en formas de lucha revolucionaria, que podían incluir métodos violentos y, por lo tanto, que pudieran poner en peligro la autorizada existencia legal de sus partidos por parte de las burguesías, oligarquías y, por supuesto, el imperialismo.

Esas actitudes permitieron en muchos casos a las clases dominantes del continente mantener una relativa estabilidad del sistema, sorteando sus crisis periódicas, mientras aquellas izquierdas evitaban hacerse cargo de su responsabilidad histórica, dejando al imperialismo las manos libres para dedicarse con mayor encono a tratar de destruir la única revolución triunfante de América.

Ya en tiempos más cercanos, en épocas de neoliberalismo expandido y consolidado a nivel continental, hemos escuchado en muchos casos a gobiernos de fuerzas llamadas progresistas o de izquierda “moderada”, esgrimir razones que justificaban su inacción ante el avance y consolidación del modelo neoliberal dependiente.

Cuba era, en estos casos, nuevamente una excusa para justificarse ante los críticos de izquierda que detestaban el posibilismo filisteo de aquella izquierda aburguesada. “Es que Cuba es una excepción” volvían a repetir, “porque Cuba tomó el poder por las armas y nosotros no”.  En realidad era una patraña.  Una excusa más para no hacer nada, o hacer demasiado poco, lo suficiente para no molestar al imperialismo. Porque el caso excepcional de Cuba no es haber tomado por las armas el poder, sino lo que ha hecho con cada porción de poder obtenido. Ha empujado siempre, desde ese poder (del pueblo), avanzando cada vez con más fuerza a la consolidación de un sistema más participativo pero a la vez asegurando el poder político para el pueblo, incluso la defensa militar de ese poder por el pueblo mismo. Y esto, en medio de un bloqueo asesino que, de haber tenido que enfrentarlo aquellas izquierdas “realistas y moderadas” hubieran significado la rendición incondicional ante los agresores. Repetimos, no se trata de la excepcionalidad, sino lo que se hace con las cuotas de poder conquistadas. En El Salvador esto es, evidentemente, materia de un debate pendiente en relación a la propia experiencia de la izquierda en el gobierno.  

El pueblo cubano sufrió y pagó (y sigue pagando y sufriendo) un alto precio por su revolución, por ser no solo un ejemplo para el mundo sino un verdadero látigo moral feroz contra el imperialismo. Pero ese sufrimiento pudo haber sido menor si los dirigentes de partidos de izquierda y revolucionarios del continente y el Caribe, hubiesen logrado descentralizar la atención imperial, creando múltiples frentes de lucha revolucionaria, que impidieran al imperialismo centrar de una manera tan brutal sus garras agresivas sobre la mayor de las Antillas.

En eso también el Che leyó la realidad correctamente y sin dogmatismos. Como en su mensaje a la Tricontinental cuando, tomando el ejemplo de Vietnam y el concepto de la guerra de todo el pueblo del General Giap, llamó a la construcción de juntas de coordinación de las fuerzas revolucionarias del continente: “Es el camino de Vietnam; es el camino que deben seguir los pueblos; es el camino que seguirá América con la característica especial de que los grupos en armas pudieran formar algo así como Juntas de Coordinación, para hacer más difícil  la represión del imperialismo yanki y facilitar la propia causa” (Mensaje a la Tricontinental).

Pero también en ese mensaje histórico, el Che aboga por la importancia de las luchas de liberación de los pueblos en base a la unidad, centrando todas las fuerzas en la lucha contra el enemigo común, pero cuidando siempre de no echar en brazos de ese enemigo a las fuerzas que podrían ayudar a derrotarlo. Es, en esencia, el punto central de la lucha de masas con políticas de alianzas acertadas, que obligan sin excusas a toda las fuerzas y dirigencias revolucionarias a romper con cualquier tipo de sectarismo, dogmatismo, inmadurez o exclusión, que impida al campo popular acumular y sumar fuerzas, y a  nuestro enemigo sumar o neutralizar a nuestros aliados.

También de esto habla el Che anti-dogmático en su mensaje a la Tricontinental: “Y si todos fuéramos capaces de unirnos, para que nuestros golpes fueran más sólidos y certeros, para que la ayuda de todo tipo a los pueblos en lucha fuera aún más efectiva, ¡que grande sería el futuro, y qué cercano!” (Mensaje a la Tricontinental, 1967)

El Che habla de la solidaridad entre los pueblos y de la unidad en la lucha, pero traslademos esto a la realidad de El Salvador hoy, donde el pueblo enfrenta un proceso autoritario crecientemente dictatorial  y en el cual se ha ido conformando un frente social y popular que requiere ser nutrido, fortalecido en pos de un objetivo: derrotar la dictadura que busca consolidarse. Para ello es necesario, como nos enseñó el Che, tener muy claro al enemigo y sus aliados; tener claras las alianzas estratégicas del pueblo y las potenciales alianzas tácticas que permitan avanzar en los dos objetivos centrales: derrotar la dictadura y que las fuerzas del pueblo queden correctamente posicionadas para disputar el poder a las clases dominantes.

La historia de luchas del pueblo salvadoreño y sus diferentes vanguardias han demostrado infinidad de veces, que las alianzas no se pueden restringir a aquellos sectores de comunión ideológica sino que en cada caso, cada alianza  tiene objetivos específicos definidos y que acaban cuando se cumplen esos objetivos.  Con una condición imprescindible para el pueblo: que cada alianza sirva para que las fuerzas populares avancen siempre en la tarea de la acumulación estratégica para la conquista del poder, por la vía que sea pertinente.  

Releer al Che, a Schafik, a Mariátegui, a Fidel, a los grandes revolucionarios de la historia de la humanidad, a los grandes pensadores marxistas, pero también recoger nuestras propias experiencias de lucha en América Latina y el Caribe es imprescindible, así como lo es poner todo ese conocimiento teórico en el crisol de la práctica revolucionaria concreta, como nos enseñó el Che, no con su palabra, sino con su ejemplo de vida.

9/10/2021

[*] Ante el confusionismo, el dogmatismo, el sectarismo y el mecanicismo infantil que se utiliza en su nombre

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