Desde que empezaron a bajar las cifras oficiales de homicidios a manos de los grupos criminales conocidos como pandillas, los cuales operan al servicio del actual gobierno, este ha guardado un culposo silencio, que lo pone aún más en evidencia.
Esto de los grupos criminales al servicio del gobierno no es una afirmación a la ligera sino la constatación de lo que han venido denunciando sistemáticamente medios de prensa nacionales y extranjeros a los cuales, por esa razón entre muchas otras, el oficialismo considera “incómodos”.
En esas informaciones de prensa investigativa seria se demuestra con datos, fotos y grabaciones, los acuerdos llevados a cabo por personeros del entonces candidato presidencial (hoy todos funcionarios de gobierno) buscando obtener el respaldo de los criminales en sus zonas de influencia para garantizarle el triunfo. Estas acciones se continuaron a lo largo de los últimos dos años, y se ampliaron a la dirección de centros penales, y a fiscales y jueces puestos a dedo por el oficialismo a partir del golpe de mano del 1 de mayo pasado. Entre las últimas evidencias podemos citar el repentino “patriotismo garantista” de ciertos jueces recién puestos por la bancada oficialista para oponerse enfáticamente, aunque sin el respaldo de ley alguna, a la extradición de varios de estos asesinos requeridos por la justicia internacional.
El tema, humano por su dramatismo, tanto desde el lado de las víctimas como de la sociedad en su conjunto, entendiendo por víctimas no solo a las y los desaparecidos sino a los núcleos familiares y de amistad que se ven profundamente afectados por un fenómeno desgarrador, es también un tema político, sobre todo desde el punto de vista del gobierno pero también desde la visión de la sociedad salvadoreña. En ese caso, desde el enfoque político, el silencio gubernamental es manifestación de algo negativo que tiene dos vertientes y un solo origen.
La primera vertiente a considerar es la incapacidad para enfrentar, neutralizar, controlar y derrotar a los grupos criminales que, en este caso, impone su propia ley y sus condiciones.
La otra vertiente es aún peor, puesto que se trataría entonces de un acto consciente de alianza con el crimen organizado, como forma material de garantizar una cierta estabilidad en materia de poder y gobernabilidad, una especie de recurso de control social para-estatal capaz de “mantener tranquilos” a los criminales, que pueden desarrollar sus actividades sin mayor oposición policial y asegurando el acatamiento de la población víctima de sus acciones, a través del terror impuesto por la desaparición de personas. En otro momento, esas acciones se limitaban a asesinar a sus víctimas pero si, como vienen informando con insistencia medios de prensa independientes, se trata de “colaborar” con el gobierno para que sus cifras oficiales de homicidios permanezcan a niveles bajos, entonces es claro que se trata de un acuerdo implícito por el cual el gobierno está pagando algo a los criminales, a menos que se trate simple y llanamente de una asociación entre delincuentes (GOES-pandillas).
En ambos casos, en ambas posibles vertientes, el origen es el mismo, la derrota objetiva del gobierno ante los grupos criminales a los que no puede dejar al margen de sus actividades. Esta derrota parece hoy más evidente que teórica y se manifiesta desde la misma conformación del gabinete de gobierno, donde más de un secretario y ministro, además de otros funcionarios de menor nivel, tienen pasados delictivos asociados a pandillas, condenas incluidas, y en muchos casos continúan siendo “palabreros” o cabecillas de grupos criminales. Esta realidad representa una derrota, más allá que se trate de un acuerdo, puesto que significa que este gobierno y en particular este líder mesiánico y autoritario, ha sido incapaz de hacerlo todo con su control absoluto; se ha visto obligado a negociar con los delincuentes, en lugar de poder dominarlos, derrotarlos, e incluso continuar explotando para sí mismo únicamente, los réditos de actividades criminales.
Estos grupos, que hoy se favorecen de decisiones judiciales que impiden la extradición de sus miembros más peligrosos, representan también otro peligro latente para el pueblo, sobre todo en relación a posibles formas de organización de resistencia anti-dictatorial contra las expresiones autoritarias cada vez más descaradas y evidentes del gobierno. En ese caso, estos grupos de lúmpenes y delincuentes al servicio del poder burgués enquistado en CAPRES pasarían a ser los equivalentes a los antiguos escuadrones de la muerte y grupos de choque paramilitar, encargados de “disciplinar” a las masas populares, sobre todo a sus sectores más conscientes y a sus liderazgos más consecuentes. Nada de esto es nuevo, cualquier repaso a la historia de la instauración de regímenes fascistas o neofascistas muestra todo un despliegue de este tipo de iniciativas por parte de los grupos de poder de la burguesía, la oligarquía y el imperialismo.
Finalmente, existe otra expresión política de este drama, y tiene que ver nuevamente con las familias de las víctimas directas, esta vez en su condición de pueblo. Hemos visto sus carteles y mensajes desesperados pidiendo ayuda en las más populares y diversas redes sociales, del mismo modo hemos visto desfilar grupos de personas con letreros en las marchas antigubernamentales durante las jornadas de septiembre y octubre, en particular a partir de otro caso escabroso de complicidad policial-judicial como fue el de Chalchuapa y otras fosas comunes halladas en varios lugares del país.
Hoy, un grupo de esas madres se reúnen, se escuchan y aconsejan, se organizan, pasan del apoyo mutuo a la preparación de una conferencia de prensa para el lanzamiento de un movimiento específico, propio. Es un salto de calidad, pero también desde el punto de vista político representa un nuevo sector organizado de una sociedad que va presentando día a día, más reclamos, más reivindicaciones, más justas luchas por las cuales unirse y reclamar. Es difícil no recordar otras experiencias de este mismo pueblo sufrido, con madres organizando la búsqueda y el reclamo de sus hijas e hijos desaparecidos, en aquellos años por la fuerzas asesinas de una dictadura que cada día viene más a la memoria ante los hechos de similar naturaleza que se van sucediendo.
El silencio del gobierno no puede llenar jamás el vacío, los enormes agujeros negros que la actual gestión representa para esa parte importante del pueblo que no vive pendiente de los tuits del presidente o de sus cómplices de gabinete y asamblea, sino que sufre la cruda realidad del drama humano de perder a sus hijas o hijos, que también sufre el dolor de no poder llevar comida a sus mesas, de no encontrar trabajo, de no encontrar medicinas en los hospitales, ni educación para sus hijos. Ese pueblo sufre el silencio de la mentira del Bitcoin, de las falsas inauguraciones que no resuelven sus problemas vitales.
También encuentran otro silencio igualmente monumental: el ocultamiento oficial de las cifras de muertes por COVID. Ese silencio es la respuesta de este gobierno ante los justos reclamos populares. Y cuando ese silencio lo rompe algún funcionario el resultado es todavía peor, como sucede con las declaraciones de otro reconocido socio del crimen organizado, hoy en funciones ministeriales de seguridad, pues no hace más que subrayar su incapacidad, culpando, tal como hacían las autoridades en los años más negros de las dictaduras militares, a las víctimas por ser víctimas. La perversa duda que pretenden sembrar recuerda demasiado al “algo habrán hecho”, que tanto usaron los asesinos y sus justificadores para echar culpas sobre lo mejor que han dado los pueblos: sus juventudes rebeldes e inconformistas. Ante estas escandalosas e impúdicas declaraciones, hasta aquel vacío silencio cómplice parece preferible.
Sin embargo, no es casual que así actúe este miserable personaje a cargo de la seguridad del estado salvadoreño, porque como sosteníamos más arriba, el hecho político se va generando desde el campo del pueblo, y ante eso, a lo primero que recurre este gobierno de falsarios es a atacar y demonizar preventivamente la posible organización popular.
Elecciones que inician un periodo clave en Nuestra América
Así como atacan desde la derecha gubernamental a cualquier forma de organización popular, también en el campo internacional, bien alineados con los argumentos imperiales, esta nueva derecha en el gobierno, se une al coro de la vieja derecha oligárquica, para reclamar que las elecciones en Nicaragua no son válidas, porque no se ajustan a los deseos e indicaciones de Washington y su consenso europeo, al que se sumaron no solo las derechas de nuestro continente sino incluso algunas izquierdas, que parecen incapaces de discernir entre el apoyo de las acciones injerencistas y las características vacilaciones de socialdemócratas y revisionistas.
Estos últimos, no pueden comprender que no se puede acusar y criticar a un pueblo por las formas que usa para defenderse mientras esta siendo atacado y sometido a sanciones injerencistas por no doblegarse a los designios de Washington. Son esos mismos, los que se apresuran de la manera más superficial y reaccionaria a comparar el régimen salvadoreño con el gobierno sandinista, calificando a ambos de dictadura. Jamás podrán entender la diferencia entre populismo y gobierno popular, el primero de derecha y destinado a manipular la opinión y sentimientos del pueblo a favor de las clases dominantes, los segundos al servicio de los intereses de las clases históricamente postergadas.
Es, precisamente, una cuestión de análisis de clase, desde la perspectiva de la lucha de clases, algo que los modernos reformistas y revisionistas pretenden negar, cerrando los ojos a la realidad, como han venido haciendo esas corrientes desde los días de Bernstein y compañía. Sus nietos ideológicos se esfuerzan hoy en continuar sus pasos destinados a buscar siempre la continuidad del sistema quitándole, eso sí, las malas formas, los feos olores a pueblo. Comprando su literatura, su narrativa basada en percepciones y manipulación, su hegemonía cultural, su democracia burguesa como única forma de democracia. Justificando en fin al coro reaccionario que juzga la pureza de las democracias según los estándares de Washington, y con ello descalifican a Nicaragua, a Cuba, a Venezuela y a cualquiera que se atreva a romper lanzas contra la dominación imperial. En esas circunstancias los vacilantes toman, sin vacilaciones, el bando del opresor.
Un nuevo triunfo electoral en Nicaragua, tal como se esperaba, abre el camino a un mes de enormes desafíos y definiciones. Este primer asalto se da entre las corrientes imperiales-burguesas-oligárquicas, que buscan restaurar canales de dominación que, en muchos casos, Washington ha visto debilitados y, por el otro lado, una serie de fuerzas populares, de izquierda y progresistas que buscan consolidar vuelcos importantes hacia caminos de transformación y auto-determinación. Así se presentan elecciones presidenciales en Chile, y en Honduras, con dos bloques bastante definidos en cada caso, y donde las opciones de corte popular tienen por fin, después de mucho tiempo, posibilidades serias de competir con ciertos niveles de éxito.
Para Chile, puede representar un paso importante en la consolidación del proceso constitucional que entierre de una vez por todas el legado pinochetista, pero se enfrenta (y esto no parece casual) a un recargado neo pinochetista fanático que pretenderá unir detrás de su proyecto a todo un arco conservador que aún sufre el síndrome de su debacle en el reciente ejercicio electoral constitucional. Más allá de poner las luces en la carrera presidencial, (casi con toda seguridad camino a una segunda vuelta) será también importante poner el ojo atento a las correlaciones parlamentarias que surjan del proceso.
El caso de Honduras tiene particular interés para El Salvador, en la medida que un gobierno de derecha colocaría no solo un nuevo peón en la región para Washington, sino que será una nueva posibilidad para éste de presionar al gobierno salvadoreño desde el norte, con vistas a “disciplinar” al díscolo personaje de CAPRES. En tanto que para los intereses del pueblo salvadoreño (y del pueblo nicaragüense) el triunfo de una fórmula progresista, a pesar de que represente una izquierda bastante “light” y muy poco confrontativa, significará una posibilidad de ir modificando la desfavorable correlación de fuerzas regional, promoviendo así el desarrollo de políticas de avanzada para la región, que fortalezca el desarrollo popular, desnudando a su vez las políticas contrarias a la integración regional esgrimidas por la camarilla en el poder en El Salvador.
Por otra parte, habrá que analizar con algo de detalle las posibles consecuencias de otros dos importantes eventos electorales, en Venezuela, y en Argentina. Seguramente será materia de consideración en la próxima semana.