La pandemia como excusa para el autoritarismo en los gobiernos de derecha*

El mundo no es el mismo antes y después de la pandemia del COVID-19.

Es un fenómeno que ha afectado a la humanidad en su conjunto, y que no puede ignorarse en ningún rincón del planeta, porque como el efecto mariposa, no ha dejado de afectar a nada ni a nadie. Así como el mundo no será el mismo, tampoco lo será el devenir de los pueblos y sus luchas.

La pandemia vino además, a profundizar la grave crisis de agotamiento del modelo capitalista neoliberal, que sigue sin recuperarse a nivel mundial desde 2008. Este proceso se convierte hoy, combinado con el efecto generado por la pandemia en la economía global, en una crisis general del capitalismo (no terminal,  pero sí general, es decir en todos sus aspectos, y con difíciles rutas de salida). Esto coloca a los pueblos ante una disyuntiva: avanzar hacia formas posibles de organización popular orientadas hacia el socialismo, o retroceder a formas de reconversión capitalista que, de darse, serían necesariamente brutales.

Algunos datos acerca de la crisis del capitalismo desde la perspectiva de los países centrales

Esa crisis se evidenciaba a comienzos de 2020 en el debilitamiento objetivo de la capacidad económica de EEUU en el ámbito doméstico:

  • 69% de su población está endeudada  y no es capaz de tener ahorros, y quienes los tienen poseen menos de mil dólares  ahorrados.
  • El ingreso promedio de una familia típica americana (matrimonio y dos hijos) es de 63K/año. 
  • El costo anual de cualquier universidad (pública) en EEUU ya supera los 70K/año, haciendo imposible lo que antes cualquier familia estadounidense estimaba normal, asegurar estudios superiores a sus hijos.
  • Como consecuencia de todo lo anterior el consumo doméstico se basa en el endeudamiento familiar, que no tiene visos de frenarse, porque si lo hiciera haría colapsar la producción industrial, quebrando el país.

En el plano externo, el debilitamiento objetivo de la hegemonía de EEUU se materializa en la guerra comercial iniciada por Trump contra China, que muestra a  los Estados Unidos como un hegemon decadente, al cual la agudización de la crisis post pandemia coloca en una situación de crecimiento negativo, al igual que todo el resto de potencias capitalistas mundiales, con China como única potencia mundial que mostrará un crecimiento positivo (estimado en un 2 al 3%) , aunque modesto para los estándares orientales.

En materia de deuda externa pública en relación al PIB los datos de los países capitalistas desarrollados muestran un endeudamiento que en muchos casos supera su producción interna. Tales los casos de Japón (237.1%); Italia (135.5%); EEUU (106.9%); Francia (98.4%). Frente a ellos China tiene una deuda respecto al PIB equivalente al 50.6%. Todos los anteriores son datos oficiales de 2018.

Con el capitalismo en crisis en su modalidad neoliberal llega la pandemia y amenaza con importantes efectos recesivos, con la pérdida de millones de puestos de trabajo en todo el mundo. Según el observatorio de la OIT,  La COVID19 y El Mundo del Trabajo, de junio de 2020, “En el primer trimestre del año se perdió aproximadamente un 5,4 por ciento de las horas de trabajo en todo el mundo (equiparable a 155 millones de empleos a tiempo completo), con respecto al cuarto trimestre de 2019. Se prevé que en el segundo trimestre de 2020 se pierda en todo el mundo el 14,0 por ciento de las horas de trabajo (equiparable a 400 millones de empleos a tiempo completo), y que las mayores pérdidas se registren en las Américas, a razón del 18,3 por ciento.”  Esos datos no contemplaban el  hecho, que finalmente se produjo, de una segunda ola de contagios en muchos países, en el segundo semestre de 2020, lo que aumenta necesariamente la gravedad de las estimaciones, que superarían las cifras en varios cientos de millones de empleos.

En ese mismo estudio de la OIT se observa la pérdida de trabajos de jornada completa, en semanas laborales de 40 y 48 horas respectivamente. Se comparaba las pérdidas en el primer y segundo trimestre del año 2020. Para América Central, el comparativo mostraba que en el primer Trimestre se había perdido 1millón de puestos (semanas de 40 hrs.) y 1 millón (semanas de 48 hrs.). Pero en el segundo semestre , la cifras ascendieron a 16 y 13 millones respectivamente. Para hacer una comparación rápida, en todo el mundo esa cifras fueron 185/155 y 480/400.

Ese es el efecto de la crisis acumulada del capitalismo, sumado al efecto del COVID19  en la fuerza laboral y la economía mundial.

Las tentaciones autoritarias

Por supuesto, a estos elementos debe incorporarse un análisis adicional, relativo a los sistemas de salud y a la forma en que se vieron afectados por la emergencia, pero también es importante estudiar el método adoptado por cada gobierno para enfrentar tanto la pandemia como la crisis económica derivada.

Como en todo el mundo, los diversos gobiernos de la región, de uno u otro signo, no tenían al principio una clara hoja de ruta trazada para combatir el flagelo que avanzaba país a país. Cada nación experimentó con diversas alternativas, desde la inicial intención de prevenir sin alarmar a la población ni romper bruscamente con las rutinas de la sociedad, manteniendo la actividad económica abierta, como fue el caso de México o Nicaragua, hasta la drástica actuación del gobierno de El Salvador, cuya temprana reacción, decretando diversas medidas de cuarentena y restricciones de movilidad, incluyendo la suspensión de todas las formas de  transporte público de pasajeros, fue inicialmente bien recibida por la población, hasta que esa misma población comenzó a comprobar que detrás de la medida, y con el despliegue masivo de policía y ejército, la cuarentena se transformó en una herramienta punitiva y represiva contra quien, a juicio de los elementos de seguridad (no del personal médico), violaba la prohibición de salir y era conducido inapelablemente a  centros de retención que se convirtieron en focos principales de contagio para personas sanas llevadas allí por “indisciplina”

En Guatemala, Honduras, Costa Rica, Panamá, las medidas gubernamentales oscilaron entre toques de queda selectivos, cercos sanitarios focalizados, búsqueda de personas infectadas en barrios y comunidades, periódicas cuarentenas obligatorias, multas a quienes irrespetaban medidas dictadas, o restricciones circulatorias más o menos estrictas.

En el caso salvadoreño, poco a poco se cobró conciencia de los enormes grados de improvisación, nula planificación, masivas campañas publicitarias oficiales para aparecer como “el gobierno más capaz del mundo en el combate del coronavirus”.

La sociedad comprendió rápidamente que el puro y simple aislamiento de toda la población, sin planificación y sin tomar en cuenta la opinión de los científicos no era una solución al problema.

La confrontación con todas las fuerzas de la oposición y los otros órganos del estado por parte del Ejecutivo, la mentira reproducida por canales informativos al servicio del presidente, el uso masivo de las redes sociales y todos los canales posibles de manipulación de la opinión pública, fueron el eje central de un largo periodo de cuarentena, donde se polarizó y dividió a la población. La pandemia pasó a ser una excusa para la propaganda. El presidente de El Salvador llegó a afirmar que quienes no seguían las instrucciones del gobierno “estaban a  favor del virus y la muerte” (aquel axioma conocido de “quienes no están conmigo están contra mí”).

El mundo, la humanidad, los pueblos, necesitan actuar sobre la base de algunas certezas; elementos del conocimiento que les asegure que pueden salir de sus casas, realizar sus labores, disfrutar días o noches de ocio, socializar en familia, en su barrio, o como forma de turismo, sin más peligros que los predecibles, esperados o “conocidos”. Certezas.

Para realizar cada una de esas acciones, para vivir su vida cotidiana, cada individuo en el planeta requiere saber que estará seguro y que de igual modo lo estará su núcleo familiar.

La pandemia del COVID-19 vino a alterar dramáticamente la situación. De pronto nadie estaba seguro, nadie a salvo, nadie inmune.  El virus no respetaba edades, género, estilos de vida, razas, religiones, clases sociales.

Rápidamente nos vendieron la idea, retorcida y falsa, de que “todos estábamos en el mismo barco”. Era la forma clásica de negar las clases (y con ello, la lucha irreconciliable entre ellas), las grandes diferencias propias del injusto sistema que domina una parte importante del planeta.

Argüían que en Cuba, China o Rusia  el virus atacaba del mismo modo que podía hacerlo en cualquier punto del planeta, sean éstos países de alto desarrollo o  países empobrecidos del tercer mundo.

Obviaban destacar el alto grado de eficiencia en el combate y control de la epidemia en cada uno de esos tres países mencionados, sobre la base del elevado nivel de desarrollo en organización social, sistemas de salud y planificación, sumado a los niveles de disciplina consciente desarrollado por su población.

Comparar esa situación con lo sucedido en los países capitalistas centrales y la avalancha de muertes y contagios masivos, resulta a esta altura innecesario, pero no por ello debe dejar de mantenerse en la memoria, una memoria que los grandes medios hegemónicos de comunicación pretenderán hacernos olvidar en breve.

Al mismo tiempo, aquella figura del famoso barquito equivalente al planeta, donde todos cabemos, empezó a naufragar al evidenciarse las diferencias entre los afectados y su distribución en función de los ingresos, clase social, situación de empleo o falta de él, el tipo de vivienda donde recluirse durante las cuarentenas, etc., etc., etc. A esto debemos agregar el acceso a servicios públicos tan esenciales como el agua, por ejemplo.

Todos elementos que afectan objetivamente las posibilidades reales de supervivencia y también de evitar contagios. Sin olvidar, por supuesto, las consecuencias de décadas de neoliberalismo y su devastador efecto sobre los sistemas de salud a partir de las privatizaciones y desmontaje/debilitamiento de los servicios públicos.

El Salvador, la defensa de la vida como falacia autoritaria

En el caso de El Salvador, desde 2019, con el ascenso de Nayib Bukele a la presidencia, se ha ido avanzando en un proceso gradual pero cada vez más acelerado de restricción de libertades democráticas y derechos universalmente aceptados desde la implementación de los acuerdos de paz de 1992[1].

Podríamos pensar que la pandemia fue la excusa perfecta para implementar esta progresiva restricción y condicionamiento de conductas a la ciudadanía, pero creemos que sería un error. La pandemia fue el escenario ideal para profundizar en lo restrictivo y que esto fuese aceptado mayoritariamente (aunque en principio haya sido de modo temporal), un poco al estilo de la Doctrina del Shock, que establece la adopción de medidas que resultarían inaceptables para las grandes mayorías en momentos de normalidad, pero que son sorprendentemente aceptadas por más impopulares que resulten, en momentos de determinadas crisis.

Pero no es el caso de El Salvador. Podemos afirmar que desde el mismo discurso inaugural de su presidencia, el 1 de junio de 2019, Bukele y su grupo avanzaron a paso redoblado, atropellando la “institucionalidad y el orden”, preparando condiciones para limitar elementos naturalmente asociados a un régimen democrático,  convirtiendo lo “excepcional” en “normal”. 

A lo largo de una extensa campaña de desprestigio hacia todo lo que tuviera que ver con la política en términos generales, negando las ideologías, renegando de sus vínculos partidarios previos y considerando el sistema de partidos políticos como corrupto e irrecuperable, Bukele y su grupo había ido construyendo una narrativa de odio hacia esos sectores, presentándose como el antagonista natural de todo aquello, que a los ojos de la población limitaba o distorsionaba la democracia, por el supuesto abuso de políticos y gobernantes. El discurso del odio y el fomento de la polarización lo llevó al gobierno y sigue explotando esos mismos recursos para gobernar.

En pocos meses, la administración Bukele demostró un inescrupuloso afán negacionista hacia la memoria histórica, con un discurso que negaba, ignoraba o menospreciaba las luchas populares y la guerra civil; su narrativa coloca a los contendientes en un mismo plano de luchadores por mezquinos intereses particulares y personales, excluyendo al pueblo de esa lucha, ignorando los acuerdos de paz y “decretando” con el inicio de su presidencia “el fin de la postguerra salvadoreña”.

Mientras expulsaba a cientos de empleados públicos que pudieran tener cualquier nexo de parentesco o filiación política con el anterior gobierno, utilizando para ello altisonantes declaratorias de lucha contra el nepotismo, ocupaba esos puestos y creaba nuevos para núcleos familiares completos, propios o de sus amigos y socios.

El enfrentamiento con los otros poderes del Estado se hizo omnipresente, al punto que el 15 de septiembre de 2020, 199 aniversario de la declaración de independencia, el presidente realizó un acto a puertas cerradas con sus ministros, la fuerza armada y algunos miembros del cuerpo diplomático mientras el resto de poderes del Estado asistían, como es norma, a  un acto cívico central en el Parque Libertad, lugar histórico tradicional donde han asistido todos los presidentes junto a los demás jefes de órganos de estado a lo largo de la historia reciente. Bukele rompió con el deber de dar ejemplo de unidad cívica en el día de la Independencia.

Pero si vemos su discurso de ese 15 de septiembre, retoma elementos ya casi olvidados por la ciudadanía, al menos desde la firma de los acuerdo de paz: el retorno al lenguaje de odio, de confrontación con el resto de órganos de estado, con la academia, con los medios de prensa o trabajadores de prensa que no le resultaran sumisos a sus políticas. Aún mas grave, el presidente se refirió a las fuerzas políticas de la oposición como  “enemigos internos” contra los que hay que luchar para conquistar la verdadera independencia.

No habló de neo-colonialismo, de la dependencia económica ante las multinacionales, del imperialismo o de los organismos multilaterales. Para Bukele la lucha es contra los poderes internos, y se “avanzará en esa lucha” cuando en febrero se releve la actual composición legislativa. 

Es también la primera vez que un presidente viola la ley haciendo campaña política electoral, utilizando el espacio de un discurso solemne, institucional, correspondiente a la primera magistratura.

En todo caso, cada uno de los elementos mencionados, no han sido condicionados por el hecho de que el país enfrentara una pandemia, como tampoco lo fue un hecho dramático, sucedido el 9 de febrero de 2020, cuando el presidente se tomó, con el apoyo de la Fuerza Armada y la Policía, las instalaciones de la Asamblea Legislativa.

Una usurpación militar desconocida en democracia, que fue denunciada y condenada por la comunidad internacional como un golpe de estado institucional. Allí no había excusa alguna, más que el capricho de un presidente porque su voluntad fuese cumplida por los diputados, al precio que fuese.

Arropado siempre en el supuesto respaldo del pueblo, estas acciones populistas, autoritarias, en muchos casos con metodologías de carácter fascista, han sido permanentes a lo largo de la actual administración. La justificación de estas actitudes de confrontación permanente  se escuda en el apoyo en redes sociales, el control de medios, y las encuestas que ofrecen cifras de apoyo muy altas, que mas allá de su veracidad es utilizada publicitariamente con gran habilidad por el grupo que controla el ejecutivo.

La pandemia de COVID19 que, en el caso de El Salvador, estalló hacia mediados de marzo, constituyó el entorno ideal para que florecieran  y se desarrollaran exponencialmente diversas formas de la excepcionalidad, que pasaron a ser parte del paisaje, de la “normalidad” en la que la democracia formal seguía (y sigue) existiendo, pero sus crecientes restricciones no solo han sido evidentes, sino que cada vez más pasan a formar parte de lo habitual, de lo cotidiano, de aquello que por costumbre o hábito, llama progresivamente menos la atención.

El régimen de excepción está regulado en la Constitución de El Salvador. Las constituciones regulan situaciones normales, pero consideran otras excepcionales y disposiciones concretas para retornar a la normalidad, que van desde la asunción de plenas facultades por el jefe del Ejecutivo, inaplicables en las democracias con separación de funciones de sus órganos, pero que además en el caso de El Salvador, el Ejecutivo sólo tiene iniciativa de ley y facultad para decretar reglamentos de las leyes que deba ejecutar.

Sin embargo durante la pandemia, desde el Ejecutivo se inició una fuerte ofensiva para ejercer atribuciones legislativas de hecho, con lo cual se fomentaron severos enfrentamientos entre órganos de poder, que terminaban siendo enviados al  arbitrio de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia. Pero mientras esas resoluciones llegaban (de las cuales todas las perdió el Ejecutivo porque sus acciones resultaban inconstitucionales), el presidente y su grupo dedicaron su tiempo a emitir decretos ejecutivos, de menor rango que las leyes, pero que con el apoyo de la Fuerza Armada y la Policía fueron impuestos a toda la población.

Esas medidas incluían desde el cierre de aeropuertos y fronteras hasta el confinamiento obligatorio de personas, la prohibición o restricción severa a la movilidad, y la detención por las fuerzas de seguridad y envío a centros de confinamiento de toda aquella pesona que, a juicio de las fuerzas de seguridad, no justificaban la salida de su domicilio.

Al mismo tiempo se utilizaron las medidas de emergencia para pasar por alto las reglas de control sobre los gastos y compras del estado, con lo que rápidamente se fueron acumulando las denuncias y acusaciones de casos de corrupción, compra de productos médicos a familiares y miembros del propio gabinete, y compras de insumos inadecuados desde el punto de vista de la bioseguridad para las necesidades del personal de salud y demás funcionarios de primera línea.

La corrupción se paseaba impunemente por El Salvador del mismo modo que lo hacía en Bolivia bajo la dictadura de Añez, el Ecuador de Moreno y en tantos otros casos ampliamente conocidos de gobierno neoliberales de Nuestra América, que no pusieron reparo alguno en que sus círculos cercanos se beneficiaran escandalosamente de las desgracias de sus pueblos.

De tal modo que se regimentó el confinamiento, se detuvo y retuvo personas sin respeto a sus derechos fundamentales, alojándolos en centros de contención que fueron verdaderos focos de contagio masivo. Se eliminaron barreras de control del uso de fondos del estado, se extendieron cercos militares en torno a ciudades enteras, bajo pretexto de medidas sanitarias, se impidió o condicionó el retorno de nacionales varados en países del mundo, y sobre todo se intentó usurpar a través de decretos ejecutivos, los demás poderes del estado.

La pandemia está siendo bastante controlada en El Salvador, y el retorno a una nueva normalidad no ha significado hasta ahora (octubre de 2020) un rebrote de contagios. Esto no se debe a una campaña educativa o una inexistente política oficial, sino a la actitud de la población, que  respeta por temor o disciplina social, las medidas de bioseguridad sugeridas, siempre y cuando no se le impida el desarrollo de actividades laborales para su supervivencia.

Profundización de la crisis

Mientras duró la parte más compleja de la pandemia, el Ejecutivo avanzó en un peligroso endeundamiento, incontrolado por los otros poderes del Estado y organismos destinados legalmente para tal fin. Ese ejercicio abrió amplios espacios para la corrupción entre funcionarios del nivel mas alto de la administración pública favoreciéndose a sí mismos, a familiares directos y a empresas con las que mantienen lazos.

A seis meses del inicio de la pandemia, El Salvador enfrentaba ya un endeudamiento que lo colocaba al borde de la quiebra, siendo el cuarto país más endeudado de América, según  Panorama Fiscal publicado en julio por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal).

El nivel de endeudamiento representó el 71.3 % del Producto Interno Bruto (PIB) antes de la pandemia y ahora se prevé que alcance hasta el 94.6 % ante la emisión de nueva deuda en 2020.

Debido a que el país no logró salir al mercado internacional para emitir bonos, sino hasta julio con una tasa de 9.5 %, el gobierno se financió durante el primer semestre con la emisión de Letras del Tesoro (Letes) y dichos recursos sirvieron para pagar el subsidio a las familias afectadas por la crisis. Por cierto, la Corte de Cuentas, organismo fiscalizador de las finanzas públicas, resgistra que de  los $300 por familia en situación de vulnerabilidad (1.5 millones de familias) a las que se entregó esa unica ayuda en efectivo, hubo una discrepancia de 100,000 familias que no aparecian registradas para recibir esa ayuda. Es decir que solo en esa operación el Ejecutivo dejó sin aclarar el destino de $30 millones de los fondos públicos.

Los medios de comunicación  y la pandemia de COVID-19

Una de las características que ha dominado el universo de la información y de las comunicaciones desde la aparición de la pandemia es la desinformación.

Analizar el comportamiento de los medios de comunicación durante la pandemia  implica revisar tanto los medios masivos tradicionales como el uso de diversas redes digitales como  fuente de información o, en todo caso, de desinformación y manipulación.

En el caso de Nuestra América, en concreto la región mesoamericana, desde México hacia el sur abarcando el istmo centroamericano hasta Panamá, la pandemia de COVID-19 pudo representar una oportunidad para los medios tradicionales de comunicación, periódicos y revistas impresas, radio y televisión, de aplicar aquello de ser “medios de comunicación social”, es decir al servicio de la sociedad y como tal encargados de informar puntual y adecuadamente acerca de la situación que enfrentaba el mundo.

Sin embargo, al igual que en el resto del planeta, los medios tradicionales de mayor influencia en la región, lejos de buscar indicios y apoyos científicos, se dedicaron en un primer momento a ser voceros de corrientes alarmistas, generando un énfasis excesivo en las muertes, descontextualizando las cifras, y llevando a las sociedades a los límites del pánico. El sensacionalismo y el amarillismo comercial pareció primar en un principio en el abordaje de los grandes medios, que solían limitarse al  macabro recuento de muertes.

Llegados a este punto resulta casi imposible hablar de medios de comunicación sin considerar los de mayor influencia absoluta y relativa: las redes sociales, que superan dramáticamente a los medios tradicionales como canales informativos.  La gente se quedaba en sus casas, pero quienes disponían de acceso a internet, sea por dispositivos móviles o por computadoras, aumentaban el consumo informativo a través de esos canales.

Coincidiendo con su creciente participación en las redes digitales, los medios masivos  (radios, prensa escrita, TV) retomaron su rol tradicional en cada país, esforzándose en aparecer como “medios de referencia” o “medios confiables”, frente al frenesí de información dudosa o abiertamente falsa que predominaba en las redes sociales mas populares.

De allí se desprende un fenómeno particular en la región, los grandes medios tradicionales, forzaron o aceleraron procesos de transformación digital pasando activamente a ser multiplataforma y/o multimedios. Pasaron a competir en el único lugar que les podía garantizar su supervivencia.  Al fin y al cabo, como empresas capitalistas su objetivo es la ganancia y la expansión.  (La pandemia por COVID-19, una oportunidad para los medios de volverse relevantes en la vida de las personas)

Como bien afirma Aram Aharonian: “El problema no es que todos puedan opinar. Ese es un derecho inalienable. Lo que no es un derecho es la impunidad para mentir, a descargar un torrente interminable de fake news, mentiras, falsedades. Y menos que en nombre de la libertad de prensa ejerzan un escandaloso libertinaje para desinformar irresponsablemente, montados en campañas de terrorismo mediático. No, no existe tal “libertad” para contagiar la muerte[2]

Cuando hablamos del papel tradicional de los medios en cada país, nos referimos a su juego político establecido y ejercido como poder hegemónico al servicio de los grandes capitales. De tal modo que, pasada la primera impresión de la pandemia, y con una línea editorial definida en torno a ese tema, cada medio volvió a jugar su papel tradicional, el que venía ejerciendo desde mucho antes de la crisis de salud pública. Así, mientras en Nicaragua la prensa opositora reaccionaria actuaba militantemente en contra de las medidas del gobierno, cuestionando y criticando que no se paralizara el país, el único recurso al que podía recurrir era poner en duda las cifras e informaciones del gobierno. Las cuestionaba, pero jamás pudo refutarlas. En especial porque a lo largo de los meses los casos de contagio y muerte reportados a partir de la estrategia sandinista, con apoyo médico cubano, fue sustancialmente inferior a los de sus países vecinos.

¿Qué hacia la prensa en el resto del Istmo? Se sumaba a las criticas de la prensa derechista nicaragüense y descalificaba los datos de las autoridades sanitarias de aquel país, sin otro argumento que el de “no considerarlas creíbles”.

En el caso de México, la prensa conservadora azteca no parece haber mostrado diferencia alguna de su comportamiento habitual e histórico. Mantuvo una crítica feroz e intransigente ante cualquier medida, opinión, acción o decisión del gobierno de AMLO. Si dejaba abierta la economía, no le importaba la salud; si establecía acciones preventivas, improvisaba; si cerraba espacios, afectaba la economía, o hacia lo que la gran prensa había reclamado, pero (siempre hay un pero) demasiado tarde.

En el resto de los países de la región, desde Panamá hasta Guatemala, los grandes medios intentaron mostrar una imagen de “orientador social”, insistiendo en el respeto y cumplimiento a las medidas preventivas. En general, en cada país de la región, la gran prensa acompañó en buena parte las decisiones oficiales.

Pero en las redes sociales y los medios digitales que fueron surgiendo a puñados desde la explosión digital en la región, el comportamiento fue completamente diferente. La mentira, la desinformación, las noticias falsas, los foto montajes, primaron, y esto no fue solo característico en América Central sino en el mundo, al punto que desde la ONU tuvieron que reaccionar ante el fenómeno.

En abril de 2020 Naciones Unidas se vio forzada a advertir acerca de la proliferación de canales de desinformación y de noticias falsas relativas al tema de la pandemia: “Noticias falsas y desinformación, otra pandemia del coronavirus

En ese reportaje Guy Berger, director de Políticas y Estrategias sobre Comunicación e Información de la UNESCO, y uno de los principales expertos de esa agencia de la ONU en materia de desinformación, explica que las falsedades relacionadas con todos los aspectos de COVID-19 se han convertido en algo común.

“Parece que apenas hay un área que no haya sido afectada por la desinformación en relación con la crisis COVID-19, desde el origen del coronavirus, hasta la prevención y ‘las curas’ no comprobadas, incluidas las respuestas de los Gobiernos, las empresas, los famosos y otros”.

Agregó que “en un momento de grandes temores, incertidumbres e incógnitas, existe un terreno fértil para que las fabricaciones florezcan y crezcan”.

El gran riesgo es que cualquier falsedad que gane fuerza puede anular la importancia de un conjunto de hechos verdaderos: «Cuando la desinformación se repite y amplifica, incluso por personas influyentes, existe el grave peligro de que la información basada en hechos  verdaderos, termine teniendo un impacto marginal».

Ese papel negativo de las redes sociales se vio en algunos casos promovido en  Centroamérica desde los propios gobiernos. Tal el caso de Bukele y su gabinete, que a través del uso instensivo de medios digitales propios, financiados desde las arcas del Estado, dedicó sus esfuerzos a utilizar el tema como una gran herramienta de publicidad y de uso de fondos públicos sin contraloría.

Finalmente, el otro aspecto a considerar con respecto a los medios de comunicación en la pandemia tiene que ver con su enfoque. Al principio, y por un extenso periodo, la mayoría se centró en la pandemia desde el punto de vista sanitario. Poco a poco la cuestión económica, sobre todo doméstica, fue ganando espacio. Sin embargo, pocos medios con excepción de medios especializados en análisis económicos, alcanzaron a advertir acerca de la brutal crisis que se gestaba al calor de la propia pandemia a nivel global https://www.elconfidencial.com/mundo/2020-04-22/onu-hambruna-biblica-coronavirus_2561436/ ; https://www.efe.com/efe/america/sociedad/mas-de-11-millones-personas-en-latinoamerica-el-abismo-la-hambruna/20000013-4303205

Los medios y quienes trabajan para ellos

Tradicionalmente las y los trabajadores de prensa, de cualquier medio de comunicación que se trate, se enfrenta a dificultades derivadas de alguno de estos retos:  contradicciones con respecto a la línea editorial del medio; conflictos y problemas a la hora de la cobertura (rechazo u obstrucción de parte de oficinas gubernamentales o empresariales sujetas de investigación); dificultades para el desarrollo de la labor investigativa periodística en general, en especial si se relaciona a utilización de fondos públicos o, en el caso de la pandemia, datos de contagios o muertes; censura o auto-censura y riesgo para su integridad física o su vida.

Desde que explotara mediáticamente el tema de la pandemia de COVID-19 los equipos de prensa se han visto profundamente afectados, en particular en el periodo en que el conjunto de la sociedad fue completando la curva de aprendizaje acerca de cómo prevenirse ante el contagio sin dejar de hacer su trabajo, en la medida de lo posible.

Vimos en un principio un alto número de trabajadores de prensa, camarógrafos, fotoperiodistas, pero también presentadores de televisión o y radio, reportados con la infección. Las muertes en el sector se acumularon. Al 1 de julio los reportes de agencias internacionales de prensa hablaban de 186 periodistas muertos en el mundo. De ellos se estima en unos 130 los trabajadores de prensa contagiados en Centroamérica y se registran al menos 9 profesionales fallecidos. En todo caso las cifras son apenas estimaciones pues muchos medios no reportan la situación de salud de sus trabajadores.

A estos factores se agrega la precariedad laboral (con estimados que varían de país en país pero que suman centenares de trabajadores de medios despedidos a causa de la pandemia) y la pésima escala salarial de los trabajadores de prensa en la región (en Guatemala y Honduras por  ejemplo, los colegios o asociaciones de trabajadores de prensa reportan recortes salariales de hasta 50% en planillas de varios medios nacionales). Nuevamente, esos datos solo reflejan una parte de la realidad en la medida que se trata siempre de datos parciales, con alto grado de oscuridad en la información global de la región.

El juego de las cifras

Ya superado el primer tramo de la pandemia, el gobierno de El Salvador persistía en su narrativa de haber llevado un manejo ejemplar de la crisis, al tiempo que se victimizaba denunciando que el resto de órganos de estado y hasta la academia y los medios de comunicación estaban “contra él y contra el pueblo” por pedirle explicaciones de los gastos incurridos, mientras la construcción de un supuesto nuevo hospital especializado, con fecha de inauguración en julio, para el cual ha destinado cientos de millones de dólares sin dar cuentas, sigue al mes de noviembre con solo un tercio de su construcción completado, entre tantos otros casos de manejo oscuro de las finanzas con la excusa de la pandemia.

Pero para sostener esa narrativa las cifras de víctimas mortales por COVID debían mantenerse a un nivel naturalmente bajo. Llegado noviembre las cifras publicadas diariamente por el gobierno se resisten a llegar a los mil muertos.  Parecería que ese número es el que no quieren superar para mostrar un cuadro de control epidemiológico estadísticamente muy bajo. Sin embargo, esta maniobra se empieza a caer cuando desde los municipios, las actas de defunción señalan más de 3,000 decesos por COVID y otros cuantos miles por enfermedades respiratorias no determinadas, que podrían ser asociadas a la pandemia.

También desde los estudios académicos se cuestionan las cifras oficiales, las cuales habían sido puestas en duda desde el inicio de la pandemia. “Para nosotros los datos que provienen del sistema oficial no son transparentes y son altamente sospechosos de haber sido manipulados en todo momento desde su inicio”, expresó el reconocido  infectólogo Jorge Panameño a una comisión legislativa especial, encargada de estudiar el uso irregular de fondos por el gobierno durante la pandemia.

Una vez más, el autoritarismo es la mejor pieza política a la que recurrir. Ante las criticas, el gobierno declara en reserva durante dos años los datos de victimas por covid. “No se puede manejar una crisis bajo la única medida del olfato del presidente (Nayib Bukele), habiendo academia”, comentó al respecto otro prestigioso científico, el doctor Oscar Picardo Joao, de la salvadoreña Universidad Francisco Gaviria.

De tal modo que manipulando cifras, confinando personas, controlando las comunicaciones  a través de las redes sociales, ejerciendo la autoridad sobre la población en base a la fuerza militar y policial, eliminando o saboteando los canales de acceso a la información pública para controlar la manera que el gobierno usa los fondos públicos, se ha conformado un preciso mecanismo de control ciudadano y de autoritarismo que rápidamente ha tomado un giro electoral, explotando los periodos de confinamiento para entregar paquetes alimenticios a familias de todo el país (no solo en barrios o colonias necesitadas), en actos donde la única presencia permitida era la del oficialismo y la prensa afecta, por supuesto.

En el caso de Centroamérica no fue solo la pandemia lo que afectó a la región este año, sino que debemos sumar  severas tormentas tropicales, deslaves e inundaciones y el golpe violento de un huracán que diezmó las costas caribeñas de Nicaragua, y Honduras, afectando al resto de la región con lluvias y vientos. En el caso de El Salvador, cada una de estas tragedias sirvió para hacer campaña proselitista oficial de cara a las elecciones de febrero de 2021. El autoritarismo, el oscurantismo, el control de los medios y el debilitamiento del estado de derecho, buscando eliminar las atribuciones y separación de órganos como el legislativo y el judicial, fueron todos pasos hacia el establecimiento de un régimen cada vez más autoritario y de corte dictatorial.

Resulta curioso el caso de El Salvador porque los métodos de Bukele son prácticamente los mismos que los de Trump y Bolsonaro, en cuanto al uso de las redes, la manipulación de la opinión pública, el fomento de la mentira, la división y el odio como herramientas políticas de gobierno. 

Sin embargo, el mandatario salvadoreño se diferencia de las otras dos expresiones de la extrema derecha en el continente, precisamente en el uso de la pandemia. Mientras desde Brasil y EEUU se recurrió a la negación de la enfermedad misma, Bukele prefirió abrazarse a ella para presentarse como “el súper héroe solitario que enfrenta con éxito el mal que acecha a su pueblo”. Pudo haberle funcionado si su narcisismo y su inclinación a la confrontación y la amenaza a todo lo que no coincida con su visión no hubieran permitido que el pueblo, poco a poco, fuera cuestionando esas actitudes. Finalmente, el nepotismo galopante de los primeros meses de gobierno dieron por fin paso a otra evidencia:  la marcada inclinación de los funcionarios del régimen Bukele por apropiarse de los dineros públicos con contratos amañados, y la afición presidencial a usar todo el dinero que necesite sin rendir cuentas.

El país hoy queda al borde de la quiebra, enfrentando la crisis más profunda del capitalismo con una deuda que equivale al total de su PIB. El desempleo, el desmantelamiento del aparato productivo, las debilidades estructurales del sistema, las profundas inequidades y la concentración de riqueza serán todos elementos que jugarán en contra del gobierno de El Salvador en lo que resta de su mandato. Se supere o no la pandemia, que sirvió de excusa perfecta para hundir el país pero llenar las cuentas bancarias de sus funcionarios.


*Ponencia presentada en el XXIII Seminario Internacional Los Partidos y la Nueva Sociedad, México, noviembre 25-28 de 2020.

[1] Los Acuerdos de Paz de 1992, firmados en el Castillo de Chapultepec, México, y con el patrocinio de las Naciones Unidas, pusieron fin a 12 años de conflicto armado entre el gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, FMLN.

[2] La pandemia de la desinformación y la manipulación – https://www.nodal.am/2020/07/la-pandemia-de-la-desinformacion-y-la-manipulacion-por-aram-aharonian/

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