La trampa del progresismo ¿Reforma o revolución?

Tres Revoluciones verdaderas en América Latina (Cuba, Nicaragua, Venezuela)

“No te dejes engañar

cuando te hablen de progreso

porque tu te quedas flaco

y ellos aumentan de peso”.

Alí Primera

Hace unos años, el Comandante Hugo Chávez Frías cuestionaba que la burguesía habla de progreso pero que ese concepto también es utilizado por sectores de izquierda en América Latina, que promueven la idea de progresismo; Chávez recordaba, en aquel momento que, en realidad, el concepto de progreso no implicaba sino más capitalismo, es decir mayor acumulación y la continuación de una injusta distribución de la riqueza producida por las clases trabajadoras.

Más de un seguidor del Comandante Eterno, reconoce que su pensamiento y práctica revolucionaria estaban en las antípodas de aquel “progresismo” que avanzó con fuerza en América Latina, abarcando El Salvador, Brasil, Ecuador, Argentina, Uruguay e incluso Bolivia, produciendo una serie de movimientos reformistas dentro del sistema, que buscaron suavizar las contradicciones sociales, aliviando con algunos programas las tensiones de la lucha de clases.

No se trata aquí de demonizar el llamado “progresismo”, sino de analizarlo y señalar con claridad que, sin criticar en sí misma la implementación de programas y políticas de carácter asistencial o reformista, destinados a favorecer sectores populares tradicionalmente olvidados y excluidos, es necesario denunciar su insuficiencia al no promover acciones de educación popular que  generaran conciencia y organización, sentido de apropiación, de conquistas por el pueblo.

En esa situación de “ayuda sin educación y organización” lo que se genera, al fin de cuentas, es un respiro  para el sistema, en la medida que esas acciones buscan aliviar el sufrimiento de los pueblos, con teorías y políticas de inclusión social, de justicia social, de buen vivir, etc.,  pero sin despertar y promover la conciencia de lucha contra el sistema de explotación, origen y causa de la situación.

Así como en muchos de los países antes señalados, también en El Salvador los avances sociales del periodo de dos gobiernos progresistas del FMLN no significaron elevación de los niveles de conciencia de la población, mucho menos representaron un reconocimiento por el pueblo de sus propias fuerzas, de su capacidad transformadora, de que esos logros eran producto de sus luchas, especialmente en las generaciones más jóvenes, que no necesariamente habían vivido en carne propia las álgidas luchas de la segunda mitad del siglo XX, protagonizadas a lo largo del continente americano.

Huérfanas de aquel factor de concientización, esas medidas no superaban el asistencialismo que impide o entorpece cualquier crecimiento de conciencia de lucha, sin hablar de un proceso objetivo de desmovilización social, que hoy, a la  hora de enfrentar el avance de las derecha, se hace sentir en El Salvador.

La elevación en los niveles de conciencia y educación política debería llevar a la lucha por la superación del sistema, pero en cambio el progresismo aparece como “el destino final de un camino”, que da como resultado ciertas mejoras en las condiciones de vida de la población, pero jamás se plantea de manera seria y clara la ruptura con el sistema capitalista de explotación, que es la causa central de la injusticia social institucionalizada en que se desarrolla la vida de los pueblos.

Cuando mucho, el progresismo se limita a propugnar una eventual evolución hacia alguna forma de socialismo, más o menos de la manera que cien años atrás, el social liberal alemán Eduard Bernstein, considerado uno de los padres de la Socialdemocracia, argumentaba el “paso natural” del capitalismo al socialismo a través del desarrollo de la democracia burguesa.

La referencia crítica al progresismo no es un asunto menor. Desde el inicio del siglo XXI, con los pueblos en abierta lucha contra las salvajes políticas neoliberales impuestas en los años 70, 80 y 90 del siglo anterior, empiezan a aparecer diversas corrientes dentro de la izquierda latinoamericana; se originaron fundamentalmente en el sur del continente, a partir de las luchas anti dictatoriales en Chile, Argentina, Uruguay y Brasil, pero poco a poco fueron ganando espacio en los demás países de la región.

Con el correr del tiempo, aquello que parecía nada más que una manifestación particular dentro de la izquierda empezó a mostrar rasgos claramente diferenciados. En estos días llegamos a escuchar a una parlamentaria del Correísmo ecuatoriano por ejemplo, afirmar en Telesur que prefiere considerarse (y que la consideren) “progresista” a que la encuadren como “de izquierda”. Entrevista En Clave Política, con la asambleísta Marcela Aguiñaga (19/11/19).

La pregunta natural, surge entonces ¿qué diferencia a la izquierda revolucionaria latinoamericana del llamado progresismo?

En las décadas de 1960 y 1970, en gran parte influenciadas por las enseñanzas de la Revolución Cubana y de las gestas del Ché, pero también de las experiencias de  Vietnam, de las guerras de liberación y anticoloniales en África (desde Argelia hasta Sudáfrica, pasando por las colonias portuguesas en aquel continente), y hasta de las connotaciones -más legendarias que reales- del Mayo Francés, van surgiendo agrupaciones de izquierda revolucionaria, que empiezan a distanciarse tanto en pensamiento como en métodos operativos de lo que podemos llamar la izquierda clásica latinoamericana.

No se trataba únicamente de la radicalización de los procesos al calor de la agudización de la lucha de clases, sino del surgimiento y despertar de todo un conjunto de fuerzas políticas y sociales cuya mirada resultaba profunda y radicalmente anticapitalista y antiimperialista.

Entre las expresiones más tradicionales de la izquierda latinoamericana, aquella que centraba sus métodos en las luchas obreras y estudiantiles, la política sindical, electoral y parlamentaria, destacaban sus críticas al concepto de desarrollo convencional, esgrimido no solo por las clases dominantes sino también por sectores de cierta raigambre popular como algunos democristianos, socialcristianos, socialdemócratas y populistas nacionalistas, entre otros.

Ambas corrientes de la izquierda, una que metodológicamente abrazó la lucha armada (junto al resto de formas de lucha popular) y otra que caminaba por los andariveles de la lucha sindical, parlamentaria y político electoral, compartían importantes elementos de análisis y posiciones (mucho más de lo que en aquellos momentos de intensa lucha y disputa política, podía llegarse a comprender y, mucho menos, aceptar).

Aquellas fuerzas compartían, entre otras cosas, la visión de la  teoría marxista de la dependencia, a la luz del pensamiento de Rui Mauro Marini, Gunder Frank, Bambirra, Dos Santos, y otros reconocidos intelectuales y académicos de la época, que confluyen hacia 1970 en el Chile de Salvador Allende.

Con un claro talante anti-capitalista, la izquierda latinoamericana, rechazaba expresiones concretas, como las ideas de “desarrollo” (asociadas a la de progreso) impulsadas por la Alianza para el Progreso, de la administración Kennedy, o aquellas tesis sostenidas por los economistas de la CEPAL, con Raúl Prébisch a la cabeza, que propugnaban como posible “el desarrollo en el subdesarrollo”, a través de la industrialización de los países dependientes para substituir importaciones y superar injustos términos de intercambio con las metropolis capitalistas.

Se insistía desde las corrientes de la derecha democristiana y similares, que crecimiento y desarrollo eran sinónimos.

En la actualidad, el progresismo no discute el concepto de desarrollo; muy al contrario, las consideraciones en relación al crecimiento macro económico son motivo de alegría para estos sectores, y defienden las exportaciones de materias primas como si fueran avances en el desarrollo. Estos sectores están muy lejos de considerar posibilidades rupturistas con el sistema, a pesar de sus discursos de denuncia de las injustas relaciones sociales y de producción en el capitalismo. Más allá de recursos retóricos, asocian los “avances” en indicadores macroeconómicos, o el descenso del riesgo país, como indicativos de “logros”.

Esta idea de progresismo se presenta muchas veces de la mano de las peligrosas (para los pueblos) teorías del postneoliberalismo, corriente a la que suele adscribir el llamado progresismo latinoamericano. Su búsqueda de éxitos macro económicos y la reducción de la desigualdad en materia de distribución de la riqueza no llevan en última instancia a ruptura alguna con el sistema, más bien lo continúan a través de procesos de acumulación por  desposesión, como es el caso del extractivismo. (Pablo Dávalos, ALAI 2016 El posneoliberalismo: Apuntes para una discusión)

Ya en 2013, Eduardo Gudynas, analista  del Centro Latinoamericano de Ecología Social, en Montevideo, subrayaba aspectos que caracterizaban a esa “izquierda progresista” ascendente, en un artículo publicado en ALAI, Izquierda y progresismo: la gran divergencia :

 “Es también cierto que esta izquierda latinoamericana es muy variada, con diferencias notables entre Evo Morales en Bolivia y Lula da Silva en Brasil, o Rafael Correa en Ecuador y el Frente Amplio de Uruguay. Estas distintas expresiones han sido rotuladas como izquierdas socialdemócrata o revolucionaria, vegetariana o carnívora, nacional popular o socialista del siglo XXI, y así sucesivamente. Pero estos gobiernos, y sus bases de apoyo, […] comparten la idea de progreso como elemento central para organizar el desarrollo, la economía y la apropiación de la Naturaleza.

El progresismo no sólo tiene identidad propia por esas posturas compartidas, sino también por sus crecientes diferencias con los caminos trazados por la izquierda clásica de América Latina de fines del siglo XX. Es como si presenciáramos regímenes políticos que nacieron en el seno del sendero de la izquierda latinoamericana, pero a medida que cobraron una identidad distinta están construyendo caminos que son cada vez más disímiles.”

Un debate de más de 100 años

A este progresismo podríamos también definirlo, en los términos más clásicos, como reformismo. Es necesario mirar hacia atrás en la historia para encontrar esas mismas ideas y teorias en los argumentos de Eduard Bernstein en sus debates en defensa del Estado burgués y la democracia, frente a Rosa Luxemburg, una de las más claras y lúcidas exponentes del pensamiento marxista revolucionario, y profunda estudiosa no solo del estado burgués, sino de su democracia.

Para Bernstein y compañía, el “progreso” era parte del desarrollo de la humanidad, cimentado sobre la base del desarrollo del capitalismo, y con esa lógica vendía un hipotético “desarrollo hacia el socialismo” como paso natural de aquel “progreso”. Jamás comprendió, como sí lo detalló con agudeza y brillantez Luxemburg, que el carácter de clase del Estado en manos de la burguesía, solo permitía el desarrollo de la democracia burguesa. En ese sentido, cualquier ampliación a la participación de distintos sectores o incluso el avance hacia un cierto Estado Social, solo era permitido en la medida que favoreciera -o al menos no contradijera- sus intereses como clase dominante.

Lo anterior fue demostrado por la historia a lo largo del siglo XX. La democracia burguesa agotada en Alemania, Italia, España, Portugal, Grecia, etc., dio lugar al fascismo y a otras formas autoritarias y beligerantes en contra de los pueblos en Europa.

En Nuestra América, la democracia burguesa dependiente también mostró sus límites en Chile (1973) y en todas las dictaduras que surgieron en los 70 y 80 del siglo pasado. Los golpes de Estado, ya entrados en el siglo XXI, incluyendo los fallidos y la modalidad de los llamados “blandos”, desde Honduras (2009) a Paraguay (2012), el Lawfare salvaje en Brasil o Argentina, los intentos golpistas en Venezuela (2002), Ecuador (2010), Nicaragua (2018), hasta culminar con el reciente ataque contra Evo en Bolivia (2019), que terminó con su exilio, son muestras de la poca vida que puede tener los proyectos emancipadores cuando afectan interes estratégicos de las clases dominantes y, en el caso de nuestro contexto dependiente y periférico, del imperialismo.

La diferencia  en los casos citados, es que en Venezuela y Nicaragua, el carácter revolucionario del proceso, con mayor protagonismo de los sectores populares en diversos niveles del desarrollo y dirección del mismo, lograron neutralizar el ataque, sin por ello garantizar –por supuesto- la eliminación de la amenaza. Por otro lado, en el caso de Ecuador, el Correismo, una de las más ilustrativas manifestaciones del llamado «progresismo», neutralizó temporalmente la agresión, pero precisamente la escasa participación protagónica de los sectores populares en la conducción del movimiento dio lugar a la aparición del traidor Moreno, una variante que no había sido utilizada por el imperialismo con mucha frecuencia, y mucho menos con éxito, en nuestro continente.

Aquella izquierda clásica latinoamericana de los 70 y 80, en resistencia antidictatorial, adoptó múltiples formas de lucha, que a la larga provocaron el repliegue (táctico en algunos casos, estratégico en otros) de las oligarquías o burguesías oligárquicas dependientes del imperialismo, auspiciando el inicio de procesos de aperturas democráticas, pero también a las variantes de implementacion de medidas neoliberales por parte de las burguesias locales. Es en ese entorno, hacia finales del siglo XX e inicios del  XXI que aparecen diversas expresiones de proyectos populares, desde progresistas hasta de izquierda revolucionaria.

En El Salvador, el proceso de guerra popular abrió paso a la democratización luego de la salida negociada del conflicto; como bien lo caracteriza Schafik Hándal, aquel proceso da inicio a dos transiciones simultáneas, antagónicas y en conflicto permanente: la democrática revolucionaria, y la neoliberalizadora globalizante. Schafik Hándal, 12 mayo de 2001 El actual período de transición y el rumbo socialista de nuestra lucha

En todo caso, el éxito de las izquierdas latinoamericanas en aquellas batallas antidictatoriales  de los 70 y 80 radicó en gran parte en saber identificar el carácter proimperialista de las clases dominantes criollas.

El progresismo actual no usa esas herramientas de análisis frente a las desigualdades geopolíticas contemporáneas. La discusión “progresista” apunta a cómo instrumentalizar el desarrollo y en especial el papel del Estado, pero no revisará jamás aquellas ideas que sostienen el mito del progreso.

La izquierda latinoamericana de las décadas de 1970 y 1980 incorporó la defensa de los derechos humanos, y muy especialmente en la lucha contra las dictaduras en los países del Cono Sur (y Centroamérica). Aquel programa político maduró, entendiendo que cualquier ideal de igualdad debía ir de la mano con asegurar los derechos de las personas. Ese aliento se extendió, y explica el aporte decisivo de las izquierdas en ampliar y profundizar el marco de los derechos en varios países. En cambio, el progresismo no expresa la misma actitud, ya que cuando se denuncian derechos violados en sus países, reaccionan defensivamente. (Ibid. Gudynas).

Énfasis electoral, otro elemento diferenciador entre izquierda y progresismo

Aquella misma izquierda de origen y vocación revolucionaria y antidictatorial, hizo suya la idea de democracia, otorgándole prioridad a su profundización o radicalización, superando las simples elecciones nacionales, con la construcción de sistemas de consulta ciudadana directa y mecanismos de participación constantes (presupuestos participativos, plebiscitos nacionales, referendos revocatorios, etc.). El progresismo, en cambio, se fue alejando cada vez de manera más evidente de aquel espíritu, para enfocarse en mecanismos electorales clásicos.

Esa “visión progresista” asume en los hechos que con las elecciones basta para asegurar la democracia, y centran gran parte de su esfuerzo en lo que podemos llamar “presidencialismo”.  Las fuerzas progresistas abrazan el ejercicio electoral cada vez con mayor vigor, hasta que lo dominan y son capaces de vencer a la derecha en su propio juego. A partir de allí, las derechas oligárquicas empiezan a buscar otras (viejas y nuevas) formas de dominación política y queda el progresismo como singular y tenaz defensor del sistema. Un sistema, en ningún caso liberador sino todo lo contrario, porque no está en el progresismo la fuerza del cambio revolucionario sino la inercia de la reforma.  Los progresistas apuestan todo a lo electoral y de hecho recortan la participación política alternativa exigiendo a  quienes tengan distintos intereses que se organicen en partidos políticos y esperen a la próxima elección para sopesar su poder electoral.

Es decir que el progresismo, como una expresión política distintiva y cada vez más alejada de la izquierda revolucionaria, se hace todavía más evidente en tiempo de elecciones. En esas circunstancias prevalece la obsesión con ganar la próxima elección. Eso los lleva a aceptar alianzas con sectores conservadores, a criticar todavía más a los movimientos sociales independientes, y a asegurar el papel del capital en la producción y el comercio.

El progresismo se considera a sí mismo, una nueva expresión de la izquierda, con rasgos típicos de las condiciones culturales latinoamericanas, y que ha sido posible bajo un contexto económico global muy particular.

Para Gudynas,  el progresismo se está apartando más y más de la izquierda a medida qe su propia identidad se solidifica. “Esta gran divergencia está ocurriendo frente a nosotros. En algunos casos es posible que el progresismo rectifique su rumbo, retomando algunos de los valores de la izquierda clásica para buscar otras síntesis alternativas que incorporen de mejor manera temas como el Buen Vivir o la justicia en sentido amplio, lo que en todos los casos pasa por desligarse del mito del progreso. Es dejar de ser progresismo para volver a construir izquierda. En otros casos, tal vez decida reafirmarse como tal, profundizando todavía más sus convicciones en el progreso, cayendo en regímenes hiperpresidenciales, extractivistas, y cada vez más alejados de los movimientos sociales. Este es un camino que lo aleja definitivamente de la izquierda”. (Ibid. Gudynas)

Progresismo, reforma y revolución

A la vista de los acontecimientos vividos recientemente, en particular en la segunda mitad de 2019, es necesario echar nuevamente una mirada al fenómeno.

El 3 de diciembre de 2019, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Cuba emitió un extenso comunicado analizando la situación de Nuestra América. Señala en uno de sus párrafos:

“Las legítimas protestas y las masivas movilizaciones populares que se registran en el continente, en particular en el Estado Plurinacional de Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Brasil, son causadas por la pobreza y la creciente desigualdad en la distribución de la riqueza; la certeza de que las fórmulas neoliberales agravan la excluyente e insostenible situación de vulnerabilidad social; la ausencia o precariedad de los servicios de salud, educación y seguridad social; los abusos contra la dignidad humana; el desempleo y la restricción a los derechos laborales; la privatización, encarecimiento y cancelación de servicios públicos y el incremento de la inseguridad ciudadana.

Ellas revelan la crisis de los sistemas políticos, la falta de democracia verdadera, el descrédito de los partidos conservadores tradicionales, la protesta contra la corrupción histórica típica de las dictaduras militares y los gobiernos de derecha, el escaso apoyo popular a las autoridades oficiales, la desconfianza en las instituciones y en el sistema de justicia.” Cubadebate

 Resulta evidente que América Latina ha entrado en un proceso de alta movilización y lucha de calles, que expresa el acumulado de frustraciones e injusticias generado por los fracasados modelos neoliberales a cargo de las derechas gobernantes.

En Chile, las salvajes políticas neoliberales, con su profunda concentración de la riqueza, privatización de servicios públicos y desmantelamiento del Estado, en vigencia desde los días del genocida Pinochet, fueron produciendo un acumulado de miseria, rabia, frustración y resistencia popular que explotó en movilizaciones masivas, con prevalencia de sectores excluidos, no solo de los procesos de distribución de la riqueza, sino también excluidos (o autoexcluidos) de los procesos electorales y políticos en general; este fenómeno de movilización y lucha tiene otra característica:  escasa o nula participación protagónica de los partidos con representación parlamentaria. La resistencia masiva a la brutal represión gubernamental (policial y militar), que no logró detener el ímpetu movilizador, lleva al regimen a dar pasos atrás ante las exigencias de reforma politica, pero especulando con sacar provecho de una supuesta (y muy discutible) falta de dirección operativa de las protestas, que las llevaría a su debilitamiento y disolución.

En Ecuador, el estallido masivo y violento de masas populares afectadas por un paquetazo neoliberal propuesto por el traidor Moreno, constituyó la mayor movilización popular desde 1979 y encontró en los pueblos indígenas una fuerza formidable que, en su momento, en conjunto con las centrales sindicales de trabajadores, hizo tambalear el regimen de Moreno. Como en Chile, la represión fue un factor importante, y aunque las expresiones políticas del Correismo estuvieron presentes a lo largo de las jornadas de lucha, lo cierto es que tampoco en este caso fueron las fuerzas organizadas en partidos las protagonistas de los hechos. Una tramposa negociación permitió a Lenin Moreno retomar el control temporal de la situación, aún inestable y con perseguidos políticos, exiliados y presos.

Colombia, otro pueblo con una histórica capacidad de resistencia y lucha rebelde contra la brutalidad de la represión, el deterioro de las condiciones de vida del pueblo,  la violencia estatal contra diversos sectores populares, sumado esto a la actual frustración de un proceso de paz viciado por el incumplimiento gubernamental y la violencia paramilitar, generó explosiones callejeras y huelgas masivas ante el intento del gobierno de imponer otro paquetazo neoliberal. Esas luchas tampoco pudieron ser detenidas a base de represión, ni siquiera por medio de una parodia de dialogo que quisieron montar desde la Casa de Nariño. Hoy continúan, como en Chile, sumándose las jornadas de lucha, marchas y huelgas, pero la administracion Duque se ve obligado a negociar con las fuerzas sociales organizadores de las huelgas. Nuevamente, no son los partidos politicos el eje de la movilización.

En Bolivia, ante una nueva victoria electoral de Evo Morales y su propuesta de profundización de reformas del Estado con carácter participativo y distributivo de la riqueza nacional, la respuesta imperial fue un golpe de estado con guión pre-establecido, intervención militar y policial. Objetivo: la restauración neoliberal por parte de unas clases dominantes con métodos neofascistas dependientes, revanchismo racista y fundamentalismo religioso. Los asesinatos a mansalva, la complicidad de los diversos regímenes de derecha de la región, el apoyo operativo, logístico y financiero de Washington, a la caza no solo recursos naturales estratégicos sino tambien de limpiar el tablero latinoamericano de gobiernos que consideran hostiles o desafectos, sumado a todo esto la complicidad de la OEA (inexplicablemente aceptada como “árbitro neutral” para decidir la limpieza del proceso electoral)  dejaron, además de los muertos y exiliados, un regimen inestable, asentado sobre bayonetas, y una resistencia popular que demora en recuperarse, como resultado del salvajismo de la represión y la persecución desatada. Las acciones de reversión por parte de los golpistas se implementan a marchas forzadas porque saben que en la medida que se organice la resistencia, las cosas se complicarán. La invisibilización de la situación por la prensa nacional e internacional impide en parte que las informaciones acerca de la situación, en especial acerca de las grotescas violaciones a los derechos humanos, sean conocidas en el mundo.

Haití, otro levantamiento popular masivo, de rasgos anti-neoliberales, mantuvo por meses a la población pobre haitiana en las calles de todo el país. La renuncia del presidente Jovene Moïse, apoyado incondicionalmente por Washington, continúa siendo una exigencia permanente para resolver el conflicto por vías algo más pacíficas. La característica dominante del conflicto fue el silencio absoluto del mismo por parte de la prensa internacional, que obligó al pueblo haitiano a batirse casi en solitario debido a la  escasa información que lograba filtrarse al exterior en busca de solidaridad.

En Uruguay, el progresismo acaba de sufrir un retroceso con el triunfo electoral de  corrientes conservadoras de corte neoliberal después de 15 años de gobiernos del Frente Amplio; la derrota es mitigada por el apretado margen de la victoria derechista, que prácticamente asegura la resistencia popular a cualquier proceso de restauración neoliberal al estilo del vivido en Brasil o Argentina.

En Perú, una profunda crisis interburguesa culminó en el colapso de las instituciones, que posiblemente las clases dominantes podrán resolver por la vía de acuerdos, gracias a lo que parece ser una aún insuficiente organización popular revolucionaria que pudiera poner en jaque al Estado en momentos de fragilidad.

México, Argentina y Brasil. Los gigantes del continente viven horas distintas, pero no menos complejas.

Mientras México encuentra en el gobierno progresista de Lopez Obrador el retorno a las viejas tradiciones del Cardenismo (1934-1940), y cuenta con un muy sólido respaldo popular, empieza a ver a sus puertas dos enemigos importantes, por un lado el fascismo de Trump pretendiendo imponer condiciones de vulneración a la soberanía nacional mexicana en dos ejes centrales: la lucha contra el narcotrafico y el freno a las migraciones; mientras desde el interior, la derecha más reaccionaria, asociada al narcotráfico, conspira abiertamente para derrocar el gobierno de AMLO.

Argentina es el único caso hasta el momento en que un proceso extremo de restauración neoliberal, que llegó al gobierno desplazando fuerzas progresistas a través de elecciones y que implementó prácticamente todas las formas recetadas en la doctrina de dominación de espectro completo, para asegurar su continuidad fue, sin embargo, derrotado electoralmente en apenas un periodo de gobierno (en el caso argentino, cuatro años).  

Desde 2015, y a marcha forzada, el macrismo hundió en el hambre y la miseria a amplias capas populares dejando, en cuatro años de gestión, 4 millones de nuevos pobres y una deuda externa de 107 mil millones de dólares, generada exclusivamente por ese gobierno, y de la cual el 98% ya salió del país hacia paraísos fiscales.

Un profundo proceso de unidad multisectorial, iniciado desde los afectados por  las medidas económicas que condenaron a millones a la miseria, culminó en una alianza amplia, destinada a desplazar del gobierno a una oligarquía que posee, además, un abrumador control de todos los medios de comunicación, incluidas las plataformas digitales. Por su singularidad, merece un estudio con mayor detenimiento, pero en cualquier caso, el nuevo gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, aparece en este momento como el único del Cono Sur que no responde a una línea clara de derecha neoliberal.

En el caso de Brasil, uno de los modelos clásicos de aplicación del Lawfare en la región y de la implicación de las iglesias evangélicas reaccionarias (tal como sucedió recientemente en Bolivia), dio como resultado la implementación del que posiblemente sea el régimen más fascista, racista, violento, misógeno y fundamentalista religioso del continente, con Bolsonaro a la cabeza.  Su triunfo fue utilizado por el imperialismo para ampliar su injerencia en la región y resultó tan importante como la implicación del macrismo para el soporte logístico del golpe contra Evo Morales. 

La solidez de ese sistema tejido para que el PT no regrese al gobierno por muchos años, sufrió sin embargo, una derrota de envergadura. La libertad de Lula no figuraba en los planes de la pandilla fascista que gobierna Brasil, el cual fue finalmente superado por la impresionante movilización nacional e internacional de la campaña “Lula Livre”. Hoy la figura del ex presidente empieza a aparecer más radicalizada y con capacidad para movilizar importantísimos contingentes en una larga lucha por la recuperación del Ejecutivo. Mala noticia para el imperialismo y el fascismo  dependiente latinoamericano, que tiene en Brasil un peon importante en la estrategia estadounidense contra Cuba, Nicaragua y Venezuela.

Lo que esta en juego

Como vemos, a las puertas de 2020 el tablero latinoamericano se presenta extremadamente dinámico. Las fuerzas conservadoras del continente, que no hace mucho se ufanaban diciendo que el progresismo iba llegando a su fin, se encuentran hoy en  medio de una guerra de trincheras, posiciones a defender y posiciones a atacar. Se pone en duda la solidez de su control sobre Colombia, por ejemplo, y se duda mucho más aún del sostenimiento de aquel ideario prefabricado, de “el paraíso chileno”.

En este escenario, llama la atención el creciente recurso de los gobiernos de derecha al uso de las fuerzas armadas locales para enfrentar conflictos y movilizaciones sociales, lo que recuerda los años de aplicación de teorías de la defensa nacional para combatir a sus propios pueblos, como el Plan Conintes (Conmoción Interna del Estado), o el Plan Cóndor, las concepciones de conflictos de baja intensidad y la caracterización del “enemigo interno”.

Mientras tanto, los gobiernos revolucionarios de América: Cuba, Nicaragua y Venezuela, permanecen en la mira imperial y bajo asedio constante. Sin embargo, es evidente que han logrado derrotar una tras otra las maniobras de ataque y, sobre todo las de aislamiento. EEUU no ha logrado en esta gigantesca batalla, en esta guerra de posiciones a nivel continental, consolidar y estabilizar su dominio para poder centrarse en el ataque  contra sus tres objetivos principales. La razón de ello reside en gran parte en la capacidad de las fuerzas revolucionarias para romper bloqueos mediáticos, físicos, diplomáticos, políticos, financieros, etc., recurriendo a diversas y creativas formas de organización popular, pero sobre todo a la elevación del nivel de conciencia y combate de sus pueblos y a la constante diplomacia de la solidaridad de los pueblos del mundo.

Al mismo tiempo, la inestable situación del continente complica aún más los planes de Washington. “Reconquista” Bolivia, pero “pierde” Argentina, y el “neo pinochetismo” chileno no logra hacer retroceder a las fuerzas populares en permanente movilización. Simultáneamente, cuando creían controlar Ecuador revienta la protesta popular en Colombia, y liberan en Brasil a Lula, un símbolo peligroso por su carisma y capacidad de movilización y lucha.  Todo esto a las puertas de otro ciclo recesivo del capitalismo y una abierta guerra comercial con China, que no tiene buenas perspectivas para  EEUU.

El Salvador

Es en ese escenario donde debemos mirar a El Salvador. Mientras los vecinos hondureños se mantienen en movilización y resistencia constante ante un gobierno ilegítimo, y Guatemala lleva adelante un recambio de derecha en el Ejecutivo, la derecha triunfante en El Salvador hace apenas seis meses, abrazado a la llamada «anti-política» goza aún de un amplio margen de favor popular. El inicial posicionamiento incondicional como aliado de Washington en la región, dio paso al pragmatismo expresado en la gira asiática de Bukele y su comitiva.

En materia de política doméstica, las señales del presidente desde su discurso inaugural siguen el guión fondomonetarista de “la medicina amarga”, que se ve reforzado por la presentación de su primer propuesta de plan nacional de gastos. Esto se puede resumir en reducción del Estado a través de despidos y privatizaciones vía tercerización. Al mismo tiempo, avanza en su política de desmontaje de programas sociales emblemáticos promovidos por el gobierno anterior, pero mantiene un juego permanente de doble discurso, que podemos reseñar como “actuar hacia la derecha, pero hablar desde la izquierda”.

Este sector de la burguesía en ascenso, asentado en capitales árabes y de origen palestino, llega al gobierno afianzando lazos con la oligarquía para fomentar inversiones y desarrollo de proyectos que revitalicen las clases dominantes, al calor de la entrega de soberanía a los intereses de Washington y otras fuerzas reaccionarias, sobre todo en materia de política exterior (los casos de Venezuela, el desconocimiento de la República Árabe Saharahui Democrática a favor de  Marruecos, el olvido de la población migrante hacia EEUU mediante la aceptación de calificar a El Salvador como tercer país seguro, son algunos ejemplos de tal afirmación).

La necesidad de consolidar su poder por la vía parlamentaria lleva a esta nueva alianza burguesa-oligárquica a centrar su objetivo principal en liquidar al FMLN como única fuerza de izquierda capaz de entorpecer la consolidación del proyecto burgues de revitalización capitalista dependiente con claros elementos neoliberales.  En este sentido, el caso de El Salvador es un verdadero laboratorio donde el imperialismo combina todas sus formas de dominación, incluyendo la aplicación de nuevas tecnologías de comunicación y manipulación de masas, neurociencia, Lawfare, masivas campañas de desprestigio y agresión, amenazas a sus líderes y dirigentes, asfixia financiera, persecución de todo tipo, etc.

De lograr sus objetivos, tal como repiten los personeros estadounidenses en el país, el “modelo salvadoreño de estabilidad política”, podría ser replicado en otros países de la región, sin olvidar que puede considerarse también como una cabeza de puente para  las agresivas campañas contra Nicaragua.

Las diversas experiencias recientes en América Latina y la actual explosión de masas en puntos tan diversos del continente, nos permiten afirmar que, en la medida que los plazos y ciclos se van acortando también lo hace la paciencia de los pueblos. El actual gobierno de El Salvador llegó hasta donde llegó montado en la mentira y la desinformación, en falsas y vagas promesas  que hoy, ya en el gobierno se verá obligado a cumplir. En la medida que no lo haga enfrentará la frustración de un pueblo con poca paciencia, que cayó en la trampa de culpar a la izquierda por los retrasos sociales históricos, tal como hábilmente le hicieron creer las campañas  de manipulación mediáticas de la nueva derecha, que también supo aprovechar los innegables errores de gobierno de una fuerza revolucionaria que, sin embargo, desde el Ejecutivo, optó por la comodidad del reformismo progresista.

El desafío para las fuerzas revolucionarias en El Salvador está precisamente en retomar el rumbo del proyecto revolucionario y alistar sus fuerzas junto al pueblo para estar preparadas para poder dirigir esos procesos  de movilización popular cuando comiencen a estallar las protestas ante la incapacidad de la derecha gobernante de cumplir sus falsas promesas y, peor aún, empezar a cumplir –como inexorablemente tendrá que hacerlo- las obligaciones adquiridas con Washington en materia de aplicación de medidas neoliberales que traerán sin duda sufrimiento a nuestro pueblo.

Finalmente, para entender la intensa disputa por América Latina, debemos entender qué es lo que hay en juego para las grandes corporaciones multinacionales desde el punto de vista estratégico.  Esto es, la disputa global por recursos naturales estratégicos para los ciclos tecnológicos e industriales en desarrollo y emergentes. En este sentido, América Latina tiene las principales reservas de litio (94% de las reservas mundiales, y sólo en Bolivia más de 75%), niobio (96% solo en Brasil), cobre (36% de participación mundial), la primera reserva mundial de petróleo (18% solo en Venezuela y el creciente potencial brasileño con las reservas offshore), casi 30% del agua dulce del planeta. Siete de los diez países con mayor diversidad del mundo están en la región. (Bruckman, Mónica, América Latina entre los futuros posibles y el fantasma medieval)

San Salvador, 6 de diciembre de 2019

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